José Luis Alvite

El caddy de la muerte (IV)

El caddy de la muerte (IV)
El caddy de la muerte (IV)larazon

Nunca me formé un criterio moral sobre aquel mundo sórdido en el que la gente se sentía a veces tan sucia y estancada como la mierda amontonada en la taza del retrete. Cada pieza estaba en su sitio y aquello funcionaba lento pero tenaz, como un reloj arrastrando sus manecillas en medio palmo de seborrea. Al final de la jornada, Pepe Bahana pasaba al otro lado de la barra y totalizaba la máquina registradora con desganada profesionalidad, repasaba la tira de papel, colocaba el dinero en sobres y se llevaba al bolsillo lo que yo suponía que eran las ganancias. Nunca entendí que amasando tanto dinero aquel tipo condujese un coche que yo estaba seguro que mejoraría de aspecto si se precipitase por un barranco; ni que fuese el amante de una mujer mal encarada a la que yo estaba seguro de que ni en la oscuridad le hincarían el diente los cerdos. Un día me dijo el rudo Bahana: «Habrás notado que llevo una vida discreta, sin ostentación, sin lujos. Es lo que tiene este negocio, muchacho, que tienes que ser rico sin que se note, que es lo mismo que ser pobre a manos llenas, igual que si fuese una riqueza con condón. Es lo que te ocurría a ti con esa chica, con Milena, la colombiana. Tenías que disimular porque además de una mujer, esa chica era un negocio. No podrías hurgar en su corazón sin tener la sensación de haber metido la mano en su caja». Aunque se armaba un poco de lío en las comparaciones, salvando su poca facilidad para las alegorías aquel tipo tenía razón. A veces se ponía poético, decía cosas como que «por muy bien que huelan, lo cierto es que las flores están a menudo al final del estiércol» y se quedaba pensativo y algo desorientado, como si en un pensamiento noble y fluido se le hubiese cruzado inesperadamente la lija de un ictus.