Lucas Haurie

El chileno bravo y el dedo de un niño argentino

Miguelito, el amigo soñador de Mafalda, se sorprendía al descubrir que veía su dedo por encima de los edificios. «¿Sabés por qué?», le preguntan. «Claro, porque el dedo es MÍO». Claudio Bravo, portero volador de la Real Sociedad, también viene del Cono Sur y en la imagen parece sobrevolar la visera de la grada del estadio. ¿Cómo es posible? Pues porque nada, en la percepción del hincha, puede haber encima del partido del domingo a las cinco de la tarde, el horario canónico del que disfrutaron ayer en El Sadar: liturgia, certeza, fidelidad, rito transgeneracional, identificación... todo lo que era sólido (Muñoz Molina) antes de que el universo blanbiblú, vocinglero y falaz de las televisiones y las redes (anti) sociales nos robase el último asidero sentimental. Habría sido imposible obtener esta imagen, la blancura mágica del nublado pamplonés al fondo, un lunes a las diez de la noche o un viernes a la hora del teatro, cualquiera de esos exilios a los que están condenados los socios de los desheredados. Sólo un domingo a las cinco, claro, se pueden intuir al fondo las gradas llenas y tenemos de verdad la sensación de que el vuelo de un portero cualquiera se eleva sobre las cubiertas de las obras civiles y las sombras de los problemas cotidianos. El fútbol queda en la cima y muy por debajo, todo lo demás.