José María Marco

El eje del sistema

A principios del siglo XX había llegado la hora de democratizar el sistema liberal, la Monarquía constitucional. El primer proyecto democratizador fue el de Antonio Maura, un hombre obsesionado por la ciudadanía, la participación, la adaptación de la España oficial (hoy se diría la política) a la España real, la sociedad. La izquierda fue incapaz de elaborar una alternativa y optó por impedir el proyecto democratizador mediante una campaña de la que quedó un eslogan, el «¡Maura, no!». Desde entonces, la izquierda española actuó como si fuera la única posición política que se pudiera reclamar de la libertad y la democracia.

Esta situación, que contribuyó a hacer de nuestro país el escenario de la barbarie, cambió sólo a finales de los años 80, cuando se empezó a organizar un partido centrado, nacional, interclasista, popular, que rompió aquella maldición que condenaba a lo que no fuera la izquierda a los márgenes del sistema. El protagonista de este cambio histórico fue José María Aznar. (Adolfo Suárez tiene un papel esencial, pero distinto). No se lo iban a perdonar, como no le perdonaron a Maura su proyecto democrático, y en vez de construir una izquierda socialdemócrata rectificando lo que fuera necesario del ambiguo legado de Felipe González, la izquierda, ahora el PSOE, volvió con Rodríguez Zapatero a la militancia destructiva. El resultado es que ahora, en nuestro país, no hay más soporte del sistema democrático que el Partido Popular, uno de los grandes partidos de centro derecha en Europa. Parece previsible, por desgracia, que va a seguir siendo así durante bastante tiempo.

Esto sitúa al PP en una coyuntura de especial responsabilidad, multiplicada por la crisis económica. Ni el Gobierno ni el PP pueden permitirse ignorar a quien fue el auténtico fundador de la organización, del que son herederos, ni al ex presidente bajo cuyo gobierno España salió de una profunda crisis económica. Por su parte, éste no se va a desligar de su partido, ni se puede desligar de unas políticas mantenidas por una organización que, una vez ausente él, iba a cambiar sin remedio. En España tendemos a personalizar situaciones que deberían estar institucionalizadas, como es el relevo en el liderazgo de los partidos políticos, y a veces a dialogar poco. Eso suele originar desajustes internos y dificultades en la percepción que la opinión pública tiene del funcionamiento de estas organizaciones. Mientras llega la hora de arreglar esos problemas, no parece lo mejor, para el conjunto de nuestro país, dar la impresión de que se está en la trinchera.