Julián Cabrera

El fado y el tirolés

La Razón
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El independentismo catalán no iba a desaprovechar la oportunidad que pudiera brindarles un muy previsible gobierno débil en el Estado, lo demuestra su estrambótico acuerdo in extremis rubricado ayer en el Parlament. Por eso el debate sobre la gran coalición no está del todo finiquitado. Un hipotético observador imparcial y recién aterrizado en nuestro panorama sociopolítico podría colegir en buena lógica que en un país de los llamados serios lo más coherente sería dejar de lado personalismos e intereses cortoplacistas para garantizar líneas comunes de máximos, entiéndanse las tres a priori más relevantes, la de evitar el freno a la recuperación económica –y aquí puede admitirse el pulpo como animal de compañía de que se siga debiendo exclusivamente a la coyuntura internacional–, la de marcar una línea común mucho más clara si cabe de las formaciones constitucionalistas para salvaguardar la integridad territorial del Estado ante el desafío soberanista en Cataluña –y aquí cabe lo de reformar por qué no, la Carta Magna sin perder ese espíritu constitucionalista– y en tercer lugar, algo tan fundamental como no perder la credibilidad de país fiable en el exterior.

La realidad sin embargo escapa a la lógica de ese observador imparcial. España no es Alemania, donde el pragmatismo también se aplica al interés general, tampoco la tesitura política es la misma, ni la situación de los partidos, ni la fortaleza de sus líderes. En nuestro caso la supervivencia de un secretario general o el temor a que el del puesto de enfrente te acabe arrebatando la parroquia siguen siendo al menos a día de hoy factores tan preponderantes como la marca en el «ADN» de nuestras izquierdas de sacar al PP de pista. De ahí las brazadas desesperadas de Pedro Sánchez por aglutinar un acuerdo con nada menos que once partidos que en el colmo del eufemismo califica de progresistas. La semántica será muy importante en las próximas semanas a la hora de verificar en unos y otros el «donde dije digo....»

Con estos elementos sobre la mesa, tanto el modelo a la alemana como el experimento a la portuguesa no parecen –seamos realistas– contar con demasiadas posibilidades. La situación, por lo tanto, más que de «nueva política» apunta a vieja y no menos envilecida. Quedan lejos aquellos tiempos tampoco fáciles en los que Felipe González –bien es cierto que con 202 escaños de colchón– promocionaba la figura del jefe de la oposición, que recaería en Manuel Fraga, líder de AP, en un intento por consolidar un necesario estatus de estabilidad y futura alternancia política. El juego se desarrolla en demasiados tableros. Quienes proponen el pacto a la alemana emplazan a quienes lo quieren a la portuguesa y eso ya lo define todo. Curiosa actitud en cualquier caso cuando al mismo tiempo que se rechaza una gran coalición de sólo dos o tres partidos en pos de una gran mayoría, se defiende una megacoalición de once formaciones. Me pregunto si sobre ese hipotético encaje de bolillos el primer ministro luso, Antonio Costa, alcanzó a darle algún consejo a Pedro Sánchez.