Alfonso Ussía
El griego
Parece obligado escribir de Grecia, de Syriza y de Tsipras. Me niego. Mil columnistas y comentaristas lo están haciendo en estos momentos. Pero tampoco pretendo huir de la actualidad. Escribiré de un griego para quedar bien. Se llamaba Alekos Perdikidis y fue uno de mis amigos elegidos durante un verano en Inglaterra. Aquellos veranos en un colegio inglés invertidos en el aprendizaje del idioma del Imperio. Una estafa, por cuanto el idioma que aprendíamos los españoles era el italiano. En el exilio, españoles e italianos nos llevábamos muy bien, y si había italianas, muchísimo mejor, si ello es posible.
El colegio, el Ridley Hall, se ubicaba en Cambridge. Los españoles estábamos bajo especial vigilancia por un suceso acaecido durante el verano anterior. Un alumno español, que remaba por el canal en un bote acompañado de una noruega, para demostrar su hombría – necia manera de demostrarlo–, propinó a un cisne un golpe de remo, con tan mala fortuna, que el cisne falleció. La brutal acción habría pasado desapercibida de no haberse llevado a cabo ante un policía uniformado, que detuvo al ardiente compatriota inmediatamente. Fue expulsado, no del colegio, sino del Reino Unido, tras abonar sus padres una considerable cantidad de dinero. Los cisnes, en el Reino Unido, son propiedad de la Reina de Inglaterra. El episodio pasado tuvo como resultado un recelo hacia los españoles por parte del director del colegio y el profesorado, que nos veían como asesinos de cisnes en potencia. A los diez días, y con todos los cisnes en perfectas condiciones de nadar, volar y dar picotazos amparados por la Reina, recobramos la confianza profesoral.
Éramos siete amigos, procedentes de siete países. Un italiano, un alemán, un kuwaití, un francés, un portugués, un griego y el que escribe, español. El griego nos pedía dinero prestado constantemente, y el kuwaití Ahmed resultó el más perjudicado. Alekos Perdikidis siempre estaba pendiente de una transferencia que jamás llegó. Nos había dicho que su padre era un importante armador griego, íntimo de Onassis y Niarchos, y nos lo creímos. Al italiano, Sandro della Lojácono, le timó cien libras. Al alemán, Gustav Bruehauff, setenta; al kuwaití Ahmed, trescientas; al francés, Jean Etcheberri, ciento cincuenta; al portugués, Joao Palmelha, doscientas, y al español, el menda que firma, ciento setenta. Una fortuna para aquellos tiempos. Se acercaba el fin del curso estival, y la transferencia no llegaba.
Gracias a los préstamos, Alekos Perdikidis pasó un verano de molicie y desenfreno. Todas las alumnas de los diferentes colegios circundantes querían salir con él. Además, para colmo, tocaba la guitarra y cantaba muy aceptablemente canciones de Mikis Theodorakis. El alemán, Gustav Bruehauff era –según propia confesión–, un gran pianista, pero no viajó con el piano al colegio y su destreza concertista no tuvo repercusión femenina.
El día anterior a nuestra despedida, convocamos a Perdikidis. Mi carácter ha escapado siempre de la violencia, pero el francés y el kuwaití estaban dispuestos a darle una paliza, a la que se sumaría el alemán con mucho placer. Perdikidis se confesó: «Mi padre no tiene ni un barco. Es el dueño de una ferretería en Atenas. He pasado un verano inolvidable gracias a vuestro dinero, que por supuesto, no os voy a devolver. No lo tengo. He derrochado lo que no era mío, pero gracias a ese derroche, me he acostado con las siete mujeres más guapas de la zona, mientras vosotros os quedabais a dos velas. Vuestra situación de acreedores no tiene solución. Lo siento. Allá vosotros».
Perdikidis, el griego.
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