Alfonso Ussía
El hijo antipático
Así que los padres reunieron a sus muchos hijos en una celebración cualquiera. Llegaron de todos los puntos de España, porque eran muchos. El último en llegar fue el díscolo, el antipático, el que no se trataba con su familia. Pero necesitaba dinero, porque habiéndolo tenido todo, lo derrochó a manos llenas y a bolsillos rotos en tonterías. Los padres no pasaban por una situación económica holgada, pero una vez más, ayudaron al antipático mientras el resto de sus hermanos se conformaba con el regalo habitual, algo más modesto que en años anteriores. Ya con el talón en su cartera, el antipático se mostró más fuerte y alejado: «He decidido que voy a dejar de ser vuestro hijo y vuestro hermano. No me considero obligado a soportaros ni un minuto más». El padre tomó la palabra: «Creo hijo que tu decisión es equivocada por imposible. Tu madre y yo te hemos tratado mejor que a tus hermanos, te dimos siempre todo lo que nos exigiste y te agradecemos de verdad lo que tú nos ofreciste cuando estabas en condiciones de hacerlo. Siempre nos llevamos bien y pasamos por alto tus ataques de antipatía. No podemos dejar de quererte porque eres nuestro hijo. Y tú no puedes dejar de serlo porque somos tus padres y no tienes capacidad de decisión al respecto. Lo somos y lo seremos. Y tus hermanos lo son y lo serán. Otra cosa es que persistas en humillarnos, en despreciarnos, en mentirnos y en agobiarnos. Cada día que pasa estás más antipático, y cada día que pasa, nosotros tus padres y el resto de tus hermanos te queremos más, a pesar de todo. Lo más que puedes conseguir, y con más dolor por nuestra parte en tu actual situación económica, es que en lugar de recibir nuestro regalo personalmente el día de Navidad, nos veamos obligados a hacerte una transferencia. Nunca dejaremos de cumplir con nuestras obligaciones por muchos que sean tus desaires, tus insultos y tus salidas del tiesto. Sólo te pedimos que hagas lo posible para no ser tan antipático, porque hijo lo serás siempre por mucho que intentes cambiar tus orígenes».
El antipático no se mostró arrepentido ni compungido. Insultó a su padre al que llamó inútil. A su madre, a la que tildó de vieja innecesaria y pesada. A sus hermanos, uno por uno, a los que llamó vagos y aprovechados. Ninguno de los insultados le respondió con aspereza. Aguantaron el chaparrón de desprecios con excesiva calma, porque el hijo antipático se había ganado una bofetada bien dada por cualquiera de sus familiares inmediatos. Ya con el talón en el bolsillo de la chaqueta, y después de cerciorarse que ahí seguía y estaba, acariciando con la punta de los dedos el canto del cheque bancario, el antipático volvió a la carga: «Soy libre, y mi libertad me garantiza que si quiero dejar de ser vuestro hijo, aunque lo sea para mi desgracia, puedo dejar de serlo. Me buscaré otros padres, otra historia, otra familia y si no encuentro padres, historia y familia, me inventaré una tía para que me cuide, me financie y me permita vivir sin vosotros. A ti –a su madre–, una advertencia. Deja de llorar porque no vas a convencerme con tus llantos y gimoteos. Te odio. A ti –a su padre–, un aviso. Siempre que lo considere necesario voy a pedirte el dinero que me corresponde, aunque ya no sea oficialmente tu hijo. Y me lo vas a dar por cojones, aunque no los tengas. Y a vosotros –sus hermanos–, haced lo que os salga de las narices sin contar para nada conmigo. Os tengo asco. No entiendo cómo pude sentirme feliz en vuestra compañía. Sois repugnantes. Buenas noches. Me voy a mi casa, porque ésta ya no la considero mía, excepto en lo que respecta al dinero».
El hijo separatista dio un portazo. Siempre será un hijo. Lo malo es que su antipatía empieza a resultar insoportable.
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