Fernando de Haro
El laberinto (político) de la financiación
Un desastre. El sistema de financiación autonómico es una auténtica calamidad sin paliativos. Hay que sospechar de las cosas que ni hasta las mentes más preclaras, por más que se esfuerzan, consiguen explicar. Y eso es exactamente lo que le pasa a las finanzas de nuestras comunidades autónomas. La reciente reforma de Zapatero, la de 2009, vino a complicarlas aún más y aumentó el desastre.
La mejor prueba de que la cosa no va es lo que está costando que se reduzca el déficit autonómico. Una economía familiar no funciona si las decisiones de gasto las toman los hijos y a quien le toca llevar el dinero a casa es a los padres. Y eso es exactamente lo que sucede en este caso. Las comunidades autónomas no se han corresponsabilizado realmente de sus presupuestos. Deciden en gran medida cuánto y cómo gastan y es la Administración General del Estado la que tiene la responsabilidad de los ingresos. Un paraíso para políticos poco responsables. Se quedan con la mejor parte sin sufrir el desgaste de pedirle a su electorado que pague más impuestos. Así se fomenta el riesgo moral. En fases de crecimiento se adquieren compromisos que luego no se cancelan.
Todo ello, aderezado de una intrincada selva de fondos que teóricamente compensan las diferencias. Son fondos que recurren a variados criterios (población, renta y un largo etcétera) y que provocan resultados que no tienen ni orden ni concierto. Al final hay comunidades autónomas pobres que están bien tratadas y otras que no.
El Gobierno tiene por delante una importante labor para poner orden en el galimatías. Pero en realidad el laberinto no es la economía sino la política. La reforma del sistema de financiación autonómico sería un instrumento útil para ofrecer un trato «diferenciado» al Gobierno de Mas. Podría ser una buena razón para que el president se olvidara de ERC y de la urgencia secesionista. En realidad, antes de que se le fuera la mano, lo suyo había empezado con un pacto fiscal. No sería una mala solución. Pero el Ejecutivo lo tiene difícil. No puede aceptar la bilateralidad, no puede admitir un sistema como el vasco o el navarro. Y la «diferencia» tiene que ser tolerada o aceptada por los barones del PP, que están que trinan. ¿Qué le queda? Hacer un ejercicio de mucha imaginación.
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