Muere Fidel Castro

El narcisista y la metrópoli

La Razón
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Ni está todo escrito ni se ha dicho la palabra final a propósito de la complejidad de las relaciones entre España y la última de sus colonias, especialmente desde que triunfara la Revolución castrista hace casi 58 años. Nada hubiera sido lo mismo sin la atracción centrífuga de la figura del dictador Castro, ese «personaje histórico del siglo XX con luces y sombras» –definición en la que acababan por acomodarse este fin de semana nuestros políticos– y uno de los personajes más narcisistas imaginables de la historia reciente. Por haberlo vivido junto a algunos otros episodios en primera persona apuntaré uno más que indicativo, a propósito de ese inusitado y permanente narcisismo presente en su relación con España, en particular, y con el resto de la comunidad latinoamericana, en general. Castro, acostumbrado a ser la salsa de cualquier plato, acudía a las cumbres iberoamericanas de jefes de Estado y Gobierno como la «prima donna». Con sus ocurrencias o declaraciones, cuando no desplantes protocolarios, nublaba a las propias conclusiones de estos encuentros impulsados por la diplomacia y el dinero español. La cumbre de Panamá en 2000 fue, sin embargo, la última para el líder cubano. Durante las horas previas la sala de prensa donde nos encontrábamos los informadores se convirtió en una auténtica olla de presión y hasta cierto pánico, ante el rumor de que un comando terrorista con el ultra Posada Carriles al frente pretendía asesinar a Castro volándonos a todos con él. La información del supuesto complot llegó bajo el brazo de la delegación cubana y apuntando a la complicidad del Gobierno salvadoreño de Flores; sin embargo, esta vez la propaganda castrista se encasquilló. Flores, en el debate plenario de la cumbre, además de desmantelar la acusación acabó evidenciando ante las barbas de Castro que muy al contrario fue el Gobierno cubano quien entrenó a través del «FMLN» nicaragüense milicias que mataron a muchos salvadoreños. No es fácil recordar tanta tensión entre jefes de Estado y con tan graves acusaciones. Fue demasiado para el «ego» de Fidel puesto en su sitio por un teórico actor de reparto.

Ese narcisismo del fallecido comandante no ha dejado de marcar la relación con España, no tanto en función de quién era el inquilino de la Moncloa como del interés puntual de Castro y su especial maestría a la hora de modular matices en esa relación. El mismo que se fotografiaba con Felipe González rodeados del ballet tropicana no dudaba después en calificar al ministro socialista Fernández Ordóñez de «administrador colonial» o al presidente del Congreso también socialista Félix Pons de «tipejo fascistoide». Se despreciaba cordialmente con Aznar pero encajaba con Fraga, y si tocaba, no dudaba en recordar a nuestros intereses empresariales en la isla que había sitio para otros operadores turísticos como los franceses o los canadienses. Castro ha muerto en la cama y ahora, además de ir comprobando si la marcha del referente acarrea la apertura democrática, veremos también hasta qué punto esa marcha hace más sencillos nuestros «lazos de sangre».