Luis del Val

El pícaro vesicante

Una de las aportaciones de España a la literatura universal fue la figura del pícaro. Claro que ni Quevedo, ni Cervantes, ni el desconocido autor de «El Lazarillo de Tormes» se inventaron nada que no existiera. A lo largo de los siglos XVI y XVII, en un momento en que unos pocos ganaban mucho dinero y la mayoría del pueblo pasaba hambre, en una época en que se apelaba mucho al honor y a la honradez, pero los comportamientos reales eran deshonestos –no sé si les suena a contemporáneo– abundaron los pícaros, procedentes de familias miserables, donde no era difícil encontrar un padre ladrón y una madre puta. Estos buscones, estos rinconetes, hurtaban, pero no robaban; engañaban, pero no estafaban, delincuentes de lo menudo y, casi, por una reacción de supervivencia.

En la España del siglo XXI, cuando unos pocos ganan muchísimo dinero y la mayoría está en el paro, cuando se enarbola la bandera de la decencia, pero quien más quien menos no hace ascos al chanchullo, han aparecido los grandes pícaros, procedentes de familias estructuradas y honestas, que se han dado arte y maña en acaparar lo que todos adoran en la intimidad: el dinero, y que poseen un gran ingenio, no para crear riqueza, sino para quedarse con ella a través del llamado pelotazo.

Estos pícaros coetáneos alcanzan las más altas cotas sociales, ésas desde las que se debería dar ejemplo (me acuerdo de Urdangarín) y, desde allí, se comportan, no como cortadillos o don pablos –pobres diablos–, sino con una soberbia y avaricia que causa inmensos destrozos materiales y colosales estragos morales. Son los pícaros insoportables, tan vesicantes, que producen ampollas en la piel de la sociedad, porque es tal la tosquedad y grosería de su comportamiento mendaz que causan repulsión.

Este señor es uno de los preclaros ejemplos de pícaro vesicante, que se permitió dar lecciones de moral igual que los capos encubiertos de la mafia de la droga aparecen, hasta ser descubiertos, como los grandes luchadores contra la drogadicción. Y que ocupó uno de los sillones más representativos de nuestra sociedad: el patrón de patronos, el presidente de los empresarios.

Por cierto, la CEOE, con una prudencia tan intensa que casi parece cómplice, con una discreción tan exquisita que llega a la inconveniencia y a unos segundos de la desvergüenza, todavía no ha dicho este presidente fue mío, con un respeto tan absoluto a la presunción de inocencia que nos hace pensar en los partidos políticos y en los sindicatos, tan misericordiosos con sus corruptos, tan amables con sus podridos, tan comprensibles con sus infectos, lo que nos lleva a la terrible conclusión de que el detritus, si es de uno de los nuestros, tampoco huele tan mal.