Alfonso Ussía

El placer malvado

Era un 28 de junio. Caían sobre Madrid brasas invisibles. En el Club Financiero Génova, cima del edificio Colón sito en la misma plaza, hay una piscina. Había almorzado allí con Juan Garrigues Walker y su padre, Don Antonio. Los hijos se dirigían a su hacedor en la tierra con ese tratamiento, «Don Antonio», un personaje formidable el viejo embajador. Don Antonio nos propuso darnos un baño para conocer y experimentar «el placer malvado». Caían sobre Madrid golpes de fuego invisibles. La síntesis del placer malvado era ésa, tan sencilla. Mientras la humanidad se achicharraba en la calle, la piscina ofrecía un frescor diabólico, elitista y reconfortante.

Nada más maravilloso que contemplar el espectáculo blanco de una densa nevada desde un ventanal alumbrado por una chimenea. Crepita el tronco de la encina mientras tirita la encina inmediata, resistente en la dehesa. Tampoco está mal la visión de una playa abarrotada de homínidos en un día de calor sofocante desde un salón con aire acondicionado. Esa foca que se mueve, ese león marino que apura su refresco, ese largo paseo hacia una orilla del mar que se oculta en centenares de piernas. Y allí, arriba, el aire acondicionado, el gran invento del siglo XX, mucho mejor amigo que el perro. Porque el perro es el mejor amigo de un hombre, no del hombre, en tanto que el aire acondicionado no desea morder a nadie. Sirve y obedece a quien aprieta el botón, sencillamente.

Escribo desde el norte. Día mojado, de lluvias intensas y arrogantes. Se oye la fuerza de la mar a tres kilómetros de distancia. Tengo unos parientes que viven en una preciosa casa costera, a la entrada de Comillas por Santillana del Mar, en el Puente Portillo. Cuando el Cantábrico se revuelve, grita y enardece, las olas superan la altura de la casa y entran impertinentes en los aposentos superiores. Me lo contaba uno de sus propietarios. «No es fácil compaginar una siesta con la novia con la inesperada presencia de un cangrejo en la cama». Pero he recordado el «placer malvado» de Don Antonio. Chuzos en punta y en todas las direcciones caían sobre mi valle. La cortina de agua acortaba la distancia de la vista. En la cortina, formando parte de ella, han surgido calados hasta los huesos dos ciclistas. He intentado ofrecerles el cobijo de mi techo, la tibieza de mi café y la paciencia de la espera. Han rechazado mi generosidad, y optado por seguir pedaleando. Con tristeza he comprendido que se ha apoderado de mí, durante unos segundos, el placer malvado. La calefacción en su punto, los rincones amados en su sitio, el hogar resguardado y los dos ciclistas haciendo el canelo, pedaleando rumbo a no se sabe dónde, porque en la tarde de hoy no había ni rumbo ni derrota por culpa del agua.

Y ayer, por la noche, otra visita del placer malvado. Un señor entrado en años y en carnes, acompañado de otros presumiblemente humanos de menor ciencia, saber y gobierno, hizo sonar el timbre de seguridad de mi casa norteña. En noviembre, a partir de las seis de la tarde la humedad del norte se hace notar y sentir. El hombre mayor y acompañado de menores se presentó con una máscara de bruja. Y me dijo algo del «Halloween». Le respondí con la distancia que toda persona debe establecer, por su seguridad, con un tipo vestido de bruja y con las piernas al aire, como si fueran las de Sharon Stone. Fui cortés pero implacable: «Perdón, pero en esta casa no celebramos esa gilipollez». La bruja se sintió azorada y azarada, más aún cuando uno de sus pequeños acompañantes le dijo en voz alta: «Papá, vamos a otra casa que en ésta no tenemos nada que hacer».

Vamos a ver. Que me expliquen el porqué del «Halloween» en España. De dónde viene ese entusiasmo. Y sobre todo, qué hace la humanidad otoñal participando en tan monumental tontería sin haber nacido en Dakota del Norte. Cerré la puerta y me puse a admirar, una vez más, la película que mejor resume el placer malvado, «Lawrence de Arabia». En el exterior, frío norteño y un idiota vestido de bruja. En el interior, el calor agobiante, terrible, del desierto rumbo a «Akabba» con los turcos despistados. Y pensando en el tonto del «Halloween», permítanme que lo escriba con la mayor cordialidad, disfruté del placer malvado y me entró la risa, mientras «Lawrence» era recibido en El Cairo como un héroe, allí en la Comandancia General del Ejército inglés. Una comandancia cálida y querida, por cuanto se filmó en la Capitanía General de Sevilla, en la Plaza de España. Y la bruja, helándose por los prados ateridos. El «Jalouwin».