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Luis del Val

El príncipe anónimo

El príncipe anónimo
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Sólo los príncipes y los herederos de las grandes fortunas tienen el privilegio de contar con uno o varios preceptores que, sin salir de casa, les vayan educando en los sentimientos y proporcionándoles conocimientos e información. Todavía alcancé a conocer a una de esas raras chicas privilegiadas que, antes de que sus millonarios padres la enviaran a Suiza, a un exquisito internado, tenía una doncella a su servicio que le ayudaba a vestirse y a desnudarse.

En aquella modesta familia de diez hermanos, que malvivía en El Ejido, el niño Manuel García Escobar nunca dispuso de un mayordomo, pero sí tuvo a su disposición un maestro nacional, acogido por sus padres, que se convirtió en el preceptor de aquella prole que, pronto, se vería obligada a dejar El Ejido para emigrar a Barcelona. Es probable que los padres del que luego sería Manolo Escobar le salvaran la vida al maestro y está demostrado que aquél maestro consiguió despertar los talentos musicales de algunos de los García Escobar, y que les atisbó mundos intuidos en los que, satisfecha la necesidad de comer, había otros placeres y otras recompensas. La patria de un hombre es su infancia, y aunque la adolescencia barcelonesa está llena de carretillas y otros trabajos manuales, aquél maestro hizo algo mucho más importante que enseñar las cuatro reglas: incitó a un crío espabilado a que descubriera esos otros ámbitos, a intrigarle por su existencia, y eso es algo que le proporcionó una seguridad y un aplomo, difícil de encontrar en personas respaldadas por títulos y fortuna.

Aplomo y seguridad no tienen nada que ver con la soberbia, esa vanidad de los que se creen inteligentes. Un día, en el año 1961, conocí a Manolo Escobar en el Hotel Corona de Aragón, que luego sería tristemente célebre por un trágico incendio. Había vendido decenas de miles de discos aquél año, pero su nombre nunca estuvo en las listas de los llamados «superventas». Se lo comenté, intentado buscar un titular a través de alguna protesta, pero él, modesto, comentó: «Bueno, este es un género popular...».

Sabía de música tanto como para distinguir si un cantaor llegaba a las honduras o se quedaba con una verónica de garganta para alivio de turistas, y hubiera dado un par de dedos de su mano derecha por cantar una soleá o uno de los palos serios del flamenco, convencido él mismo de que no tenía reparos. Otro día, con Basilio Rogado, saliendo de la Cadena Ser, comentaría con irónica amargura: «Con lo bonita que es la sevillana, y yo he hecho famosa una de las peores que se han escrito». Se refería a la dudosa finura de «cuando vayas a los toros, no te pongas minifalda».

Distinguía en música lo plebeyo de lo valioso, pero dónde destacaba era en su olfato para diferenciar un cuadro bueno de otro regular, un autor mediocre de otro de mérito. Se guiaba por su gusto, y su gusto le hacía transitar por el romanticismo o el abstracto, el realismo o el surrealismo hasta lograr ese sueño de los coleccionistas: una valiosa colección lograda por saber comprar barato en el momento oportuno.

Nunca fue un hombre del campo. Sabía que ése era el ideal de virtudes que la gente que le escuchaba quería alcanzar. Y él lo servía de manera tan eficaz como sencilla. Pero ni siquiera su padre fue un hombre del campo. Pienso que Manolo Escobar fue un príncipe anónimo, al que un preceptor le enseñó los amplios caminos de la música y la pintura, en un tiempo en que todo el mundo estaba preocupado en despejar la duda primitiva de si podría comer.