Alfredo Semprún

El próximo en caer

Hay que retener este nombre: «Sabraza», un campamento a unos sesenta kilómteros al oeste de Trípoli, la capital en excedencia de Libia, porque el día menos pensado se va a llenar de drones. Según dicen los servicios de información del Gobierno libio, sector Tobruk, (a partir de ahora, «los buenos», para entendernos), en Sabraza se están entrenando unos 2.000 tunecinos, pero no para unirse a los combatientes islamistas en Siria e Irak, sino para formar la punta de lanza de la yihad en las viejas tierras de Cartago. El cambio de estrategia habría sido ordenado por Seifallah Ben Hasine, alias «Abu Iyadh», jefe de la organización integrista islámica Ansar al Sharia, que surgió como apéndice magrebí de Al Qaeda pero que, según todos los indicios, habría entrado en la órbita del Estados Islámico.

Abu Iyadh es un personaje de cuidado, cuya biografía explica muchas cosas. De 48 años, nacido en Túnez, casado con una marroquí y padre de tres hijos, fue uno de los miemrbos del comando que, disfrazados de periodistas, mataron al general afgano Masooud, llamado «el león del Panshir», unos días antes de los antentados del 11-S en Nueva York y Washington. Masooud, jefe de la Alianza del Norte, era enemigo jurado de los talibanes. Abu Iyadh combatió luego la invasión norteamericana de Afganistán y, dado el escaso éxito, se exilió en Turquía, donde le detuvieron. Extraditado a Túnez, fue condenado a 60 años de cárcel, pero más tarde, en 2011, fue amnistiado, en el momento en el que estalló la Primavera Árabe en el país magrebí. Intentó llevar el agua revolucionaria al molino del islamismo radical, pero fracasó en tu intentó y optó por refugiarse en la vecina Libia. Desde este punto ha dirigido a partir de ese momento la mayor parte de los golpes terroristas contra la frágil democracia tunecina, que Dios guarde y que ha quedado dañada tras el atentado del pasado miércoles.

La experiencia dicta que el Estado islámico emprende, primero, una campaña de terror «clásica» –con cochesbomba y hombres suicida– antes de pasar a las siguientes fases: infiltración y establecimiento de células, liberación de territorios y confrontación abierta. En Túnez, lo ocurrido en el museo del Bardo, y en otros ataques anteriores, responden a la fase previa. Aunque minoritarios, los islamistas tunecinos se encuentra entre los más fanáticos del Magreb y han resistido décadas de persecución inmisericorde por parte de todos los Gobiernos. Ayudaría que, de una vez por todas, Occidente se moje en el conflicto de Libia para tratar de arreglar el desaguisado en el que nos metió Nicolás Sarkozy, con su empeño de derrocar a Gadafi, quien finalmente cayó en 2011 sin que todavía sepamos cabalmente las razones. Libia es hoy asiento de todo tráfico –armas, inmigrantes, drogas– y actúa como una bomba de expansión del islamismo en la región cuyo contagio ha quedado en relieve tras el ataque tunecino. En fin, nada que no sepamos.