Alfonso Ussía
El rechazo
El enfermito sanguinario rechaza ser tratado y diagnosticado por forenses de la Audiencia Nacional. ¿Quién se ha creído que es el enfermito sanguinario para autorizar o rechazar algo o nada? Está en la calle por un perdón tan absurdo como medroso. Y si la Audiencia Nacional determina que sea tratado y diagnosticado por sus forenses y no por médicos cercanos al movimiento proetarra, no hay más cáscaras. Sucede que al enfermito sanguinario le atemoriza la verdad, y que esa verdad o aproximación a ella desde el punto de vista científico, lo devuelva a la cárcel de donde nunca tuvo que salir. Pupa tiene, hay que reconocerlo. Pero por su vida en libertad, una pupa muy superable. Sopla en las barras de los bares, come en las mesas de los restaurantes y acaricia cabezas de niños en sus paseos por Mondragón. Mondragón es una localidad interior guipuzcoana bastante triste. Se desarrolló económicamente con la Unión Cerrajera de Mondragón, que fabricaba todas las llaves y cerraduras de España, Gibraltar incluido. Para mí, que la famosa verja clausurada durante el régimen anterior fue fabricada en la Unión Cerrajera. Pero Mondragón, a pesar del enfermito sanguinario y de su melancolía de acuarela oscurecida, tiene sus secretos y sus sonrisas. Semanas atrás, un afanoso representante comercial de una marca de vinos, no supo llegar. Se había citado con un almacenista de licores en Mondragón y no encontró ninguna señal que indicara la dirección o ubicación del citado lugar. En la señalización local sólo se informa de Mondragón por medio de su denominación en vascuence, que tengo entendido que es Arrasate. Me comentaba con dolor y hastío el frustrado comercial, que lo de Arrasate es una muestra de mala educación, porque no se abraza en la lógica el toponímico en español con el vasco. –Podrían haberlo llamado «Mondragonúa», habría llegado y firmado la venta–, me dijo con las lágrimas a punto de reventón. Cuando le apunté que, de haber llegado, podría haberse cruzado en sus calles con Bolinaga, el comercial dio por bueno su fracaso, y como de cuando en cuando Dios premia a los buenos, una semana más tarde firmó el contrato de su vida en Vilafranca del Penedés. –A mí ese tío, por muy malito que esté, me da mucho susto–, sentenció.
Ya lo he escrito. España es nuestra nación y el Estado, el que la administra, bastante mal por cierto. España es nuestro amor y el Estado, un cabrón con pintas que sólo es eficaz para arruinar con sus impuestos a los que trabajan. Porque en el resto de sus esquinas, el Estado español es tonto.
¿Cómo pueden tolerar los ministerios de Justicia e Interior que un asesino excarcelado por su proximidad a la parca rechace ser diagnosticado por médicos de la Audiencia Nacional? En Francia le habrían enviado ya el furgón o la ambulancia para trasladarlo, por las buenas o por las malas, a París. Y si como teme Bolinaga, el diagnóstico no coincide con el de los doctores sometidos a la presión etarra, y es encerrado de nuevo en la cárcel por sus horrendos delitos comunes, no pasa nada. Y si al cabo de un tiempo a Bolinaga le da un perendengue y fallece en prisión, tampoco pasa nada, porque el enfermito sanguinario no merece respirar ni un soplo de libertad durante la vida, corta o larga, que le resta. El daño que ha causado a decenas de inocentes y a sus familias y del que no se ha mostrado arrepentido, ha sido tan profundo y cruel que sólo su presencia en la calle se puede interpretar como un insulto a la ciudadanía.
Y para colmo, la chulería del rechazo. –A mí sólo me tratan mis médicos, faltaría más–. Y en la Audiencia Nacional se encogen de hombros y bueno, que nada, que tampoco es para ponerse así. Unos médicos, los de Bolinaga, extraordinarios, que han conseguido que un enfermo terminal a dos zancadas de la muerte, lleve más de un año soplando en las barras, comiendo en los restaurantes, paseando por Mondragón y acariciando las cabezas de niños que han tenido la suerte de nacer porque a sus padres no los asesinó Bolinaga.
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