Pedro Narváez
El rubicón de Cifuentes
La presidenta de la Comunidad de Madrid ha entrado a hablar en lenguaje rubio, que no tonto, sobre su futuro. Y lo ha hecho con poesía histórica para que más que el tinte se noten apenas las mechas, unas pinceladas para esbozar un deseo tan legítimo como inoportuno. Se ha dibujado en tinta impresa como Julio César aquel día que sumido en las dudas y la angustia decidió cruzar el Rubicón, que le llevaría a la guerra civil y luego a la gloria hasta su destino final traicionado en los idus de marzo por todos menos por Shakespeare, por el que hoy Marco Antonio es una metáfora de la lealtad. Esta palabra que parece hoy en desuso, lealtad, es lo que se echa en falta en estas fechas de puñaladas secas a diestra y siniestra. Ningún líder está a salvo. Ella tampoco.
A Gallardón, el susurro de los asesores le puso en la misma tesitura de ofrecerse inmaculado para desatascar las cañerías cuando el agua, como ahora, no fluye y no desemboca. El pecado de la impaciencia suele acarrear una penitencia dura, largas travesías en el desierto, torturas decepcionantes para una mujer todavía joven. No por levantar antes la mano se llega el primero a la otra orilla. No calcular bien los tiempos ni el ejército con el que se cuenta deja a los caballos reventados. Julio César lo sabía. Ni el añorado ex ministro de Justicia se atrevió a tanto con su mayoría absoluta ganada a pulso y con aquel discurso de entonces, que no provocaba rechazo en la izquierda, que es el que intenta reeditar ahora Cifuentes. La que fuera «pata negra» del PP se antoja una Arrimadas con su exquisita equidistancia y modales de eso que llaman nueva política que olvidan que hasta los más pulcros pueden guardar algún cadáver en el armario. Habrá aprendido de sus socios naranjas que lo mejor para el PP es no parecerlo. Tanto que se añora a aquella tertuliana liberal que decía lo que pensaba y no la de ahora, que piensa lo que debería decir, que es lo que se lleva para los que hacen un máster en estrategia viendo un par de capítulos de una serie de televisión. La presidenta es de lo mejor que puede presentar un partido en horas bajas. Es una estrella ascendente en la noche oscura de las almas en pena y seguro que le esperan días de vino y rosas. Y mucho trabajo. Por eso extraña que sienta los efluvios de Baco antes de que le ofrezcan la copa en el que debiera ser el momento de la sobriedad y la elegancia. El Rubicón aguarda pero no todavía, con las aguas revueltas y un circo de pirañas al acecho.
Rajoy pasó el cabo de Hornos, titánica tarea como para que además del fango le salgan políticas con piragua. La suerte está echada, dijo Julio César. Lo malo es que aún no se han repartido las cartas. Merece que le toquen buenos ases. Mientras tanto, no se espera de una brillante promesa que juegue de farol.
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