Pedro Narváez
El secuestro del flamenco
Del rugido del flamenco de los años setenta hasta el flamenquito de hoy han pasado unos cuarenta años de merengues para el pueblo que han acabado podridos en el escaparate de la radio basura. La lógica invitaba a pensar que muerto Camarón una legión de cantaores pusieran su garganta a disposición del dolor. En La Isla se estila el medallón de oro, como si el genio flamenco fuera el Nazareno, que es el dios de su Semana Santa, y tuvo su momento el tatuaje quinqui, pero ni allí ni aquí aparece un cantaor suicida con una canción bomba. Alguien que por no morir de pena se salve vendándose las cuerdas vocales. Paco de Lucía correrá suerte parecida, al destino no le ha parecido bastante llevárselo a la edad de la nueva jubilación, sino que deja un trono vacío en una selva en la que cualquier mono quiere llevar corona. Es como si fallecido Shakespeare le sucedieran, con alguna honrosa excepción, los guionistas de «La que se avecina». Decían que el flamenco necesitaba del martirio y en esta época de vacas flacas tan propicia al sufrimiento que diría Rubalcaba, lo más parecido a un quejido es alguna bobada de Beatriz Talegón. Hasta Lorca y Manuel de Falla el flamenco no se intelectualizó como merecía, pero durante estos últimos años ha sido fagocitado por la burocracia andaluza. Las cátedras se suceden, el Estatuto de la Junta lo considera como propio en un artículo tan delirante como toda la programación de Canal Sur –como si Madrid y Barcelona se pudieran borrar del mapa del tiempo–, hubo una idea de construir una vanguardista ciudad del flamenco en Jerez... Lo que viene a demostrar que más apoyo no significa necesariamente más calidad, si acaso más higiene: han cambiado una palangana por un bidé. Hay artistas mayúsculos aunque no los suficientes ni tan revolucionarios como aquel Morente, al que antes de entrevistarle me puso a admirar La Alhambra desde el balcón de su casa del Albaicín con un primer güisqui a las seis de la tarde que le soltó la lengua contra los papanatas. Ahora podría ser Patrimonio de la Humanidad, arqueología que no desemboca a la espera de un mesías que sepa que una soleá es un calvario.
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