Manuel Coma

El status quo

El americano tardó dos días en felicitar a su supuestamente íntimo aliado, el israelí. Nada de felicitaciones. Fueron treinta minutos de agria conversación telefónica. Detrás estaba el espectacular zigzag de Netanyahu. En los últimos momentos de su campaña pisó a fondo el pedal de lo que sus enemigos políticos llaman el «voto del miedo». Se trataba de transmitir que nadie como él puede ofrecer garantías frente a los graves peligros que acechan a Israel. Los perdedores atribuyen su derrota a esta maniobra. Ni que decir tiene cómo la califican. Parte esencial de la jugada fue declarar que con él no habrá dos estados: el futuro palestino junto al presente judío. Recién cosechada su victoria, interpretó sus palabras. Él no ha cambiado su política, lo que ha cambiado es la realidad. Sigue queriendo dos Estados pacíficos, sostenibles, pero las circunstancias son distintas. Cedió a la presión americana, haciendo con ello una cierta concesión a su izquierda.

A la hora de la verdad electoral dio el cambiazo y acto seguido trató de amortiguar las consecuencias en sus relaciones con los Estados Unidos, matizando sus declaraciones. La repentina confesión es también una bofetada a Europa, pero eso le importa mucho menos a él y a sus compatriotas. La respuesta de Washington no se hizo esperar. Da a entender que está dispuesto a utilizar contra Israel las Naciones Unidas, foro tradicional de todos los antisionismos tercermundistas e izquierdistas, con frecuencia descaradamente antisemitas, y privilegiado auditorio de las voces palestinas. Diplomáticamente no puede haber ofensa mayor. Obama ha utilizado el desafío proveniente de Jerusalén para dar rienda suelta a todos sus males contenidos resentimientos contra el victorioso e intratable líder del Likud. Éste está ahora en modo de limitación de daños. Por pocos pelos que tenga en la lengua, es un animal político de raza y no puede ignorar la importancia de los Estados Unidos para su país. Así pues, la piadosa pero no inocua ficción de los dos estados está destinada a mantenerse. Por supuesto que no habrá normalidad, con todo lo que implica de relaciones pacíficas, hasta que los palestinos tengan su estado. Pero eso no será la solución de todos los problemas, sino exactamente al revés: hasta que los problemas no se resuelvan, no podrá haber dos entidades estatales. Lo mejor, y lo único, que puede hacerse, es trabajar con ahínco para ir solucionando los problemas, de modo que algún día, como coronación de todas las soluciones, pueda llegar el Estado.

Mientras tanto, ayudaría que todos los que olvidan que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones –inviables y nocivas, habría que añadir-, tomasen conciencia de que la voluminosa maraña de hostilidades que oponen a palestinos e israelíes se reducen a una muy sencilla: los israelíes, de cualquier pelaje ideológico, no cederán mientras no puedan estar seguros de que su Estado lo está. De momento no parecen prestos al suicidio. Por su parte, sería bueno que éstos aprendiesen que un principio muy arraigado de la cultura americana, que se remonta a sus mismos orígenes, es que todos los pueblos tienen derecho a su Estado. Esta creencia está en la raíz del apoyo americano al estado de Israel. Vale también para los palestinos, aunque sea en un plazo en el que, como decía Keynes, el economista, estaremos todos muertos.