Lucas Haurie
El tahúr y la mujer celosa
Espoleada su base social, más temerosa que cabreada, por esa fuerza motriz formidable que es el miedo (¡cuántos milagros ha obrado el «timor dei!»), el Partido Popular cuenta con subirse al tren de la economía para remontar unos puntitos y apoyarse en la fragmentación al 50% del voto izquierdista para que Victor d’Hondt, ese belga de cuyo magín diabólico surgió una ley electoral crudelísima con las minorías, los dejé en puertas de renovar la mayoría absoluta. El vilipendio a Pedro Arriola es el deporte de moda en los cenáculos políticos, pero si Europa no lastra demasiado la recuperación, Rajoy disfrutará de una segunda legislatura. Él, o aquél (¿aquélla?) a quien nombre heredero/a mediante divino dedazo. Por si acaso, bien haría el universo conservador en promocionar a Ciudadanos, la única fuerza con la que podría pactar en un momento dado. Sin pasado, con unas ideas clarísimas, elocuente, corajudo y guapo, si Alberto Rivera hubiese tenido la mitad de minutos de televisión que Pablo Iglesias, su partido estaría hoy en los diez millones de votos. Ay, los celos.
Sostuvo, por ejemplo, ayer Rivera a cuenta de la (peligrosísima) pantomima de mañana en Cataluña: «Me gustaría ver a un Gobierno que impida que se hagan actos jurídicos prohibidos: uso de colegios públicos o datos personales». Corren días de mucho evocar, con respecto a eso que se escribe soberanismo, pero se pronuncia separatismo, la resignada «conllevanza» orteguiana. Que quienes nada han entendido la confunden con una capitulación a cachitos, pero que en realidad alude a la necesidad de compaginar la negociación permanente con el trazado de una línea no traspasable en circunstancia alguna: la Ley. No puede ser casual que el partido constitucionalista que más crece allí, y también en el conjunto de España pese a las trabas, es el que con más firmeza se opone a los múltiples episodios de quebrantamiento legal que protagoniza o auspicia el Gobierno regional catalán. Singularmente, esta malhadada charlotada del 9-N. ¿Qué votante conservador contemplaría con malos ojos un Gobierno de coalición con el matiz jacobino de Ciudadanos? Ninguno, claro, pero la renuencia a promocionarlos como plausibles compañeros de viaje viene de los «aparatchiki», que se verían obligados a ceder alguna cuota de poder. Total, que además de por los celos corren el riesgo de perderlo todo también por la codicia. Igual que un mal jugador de casino. «Tahúres del Misisipi», los llamaría el recién jubilado Alfonso Guerra.
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