César Vidal
El talento (casi) negado
Conocí a José Luis Alvite cuando los dos éramos colaboradores del difunto «Diario 16». Me dedicaba yo al análisis internacional y a los artículos de Historia y Alvite... bueno, Alvite escribía como nadie. En una columna, podía dar forma a relatos que parecían arrancados de la Underwood de Raymond Chandler o de Dashiell Hammet, pero, a diferencia de ellos, sin estar situados en California o Nueva York. Su prosa, que parecía cincelada a golpes de dominio del lenguaje, me llamó la atención inmediatamente. Superaba a Umbral en el continente y el contenido y no tenía nada que envidiar a Campmany. No exagero si digo que tenía más sustancia literaria en muchos de sus artículos que la mayoría de la narrativa española publicada en los últimos cuarenta años. Profundamente sorprendido, acabé preguntando por aquel personaje tan poco habitual. La persona que me informó en el periódico compartía mi admiración y, casi en voz baja, me contó que trabajaba en un banco. Intenté convencerme de que semejante labor no era tan mala siquiera porque mi padre lo había hecho toda la vida y porque incluso José Luis Garci se dedicó a ese menester antes de ganar el Oscar, pero no pude evitar que una medusa de frío pesar se me pegara al pecho. Alvite poseía una maestría notable y ahí seguía amarrado al duro banco no de una galera turquesca sino de la caja de una institución financiera. En cierta ocasión coincidimos en una reunión de columnistas y le expresé la extraordinaria impresión que me había causado. Me miró sorprendido, como si no terminara de entender por qué lo elogiaba. Seguramente, no le faltaba razón porque una de las características –bien tristes, ya lo sé– de España es la manera en que maltrata a aquellos que, verdaderamente, se merecen un reconocimiento público. Puede arrodillarse aduladoramente ante una poligonera que sigue sin saber hablar a pesar de las horas de vuelo en televisión, pero tiene enormes dificultades para reconocer la valía de gente como Alvite. En su necrológica no figurarán grandes premios literarios y se podrá comprobar que libros extraordinarios como «Historias del Savoy» o «Almas del nueve largo» aparecieron en una editorial modesta. Gracias a LA RAZÓN –cuyo elenco de columnistas es, en conjunto, el mejor de la Prensa española– sus escritos pudieron ser leídos durante los últimos años. Este periódico puede enorgullecerse de haber sido el lugar donde se reconoció un talento que (casi) fue pasado por alto por los que nunca debieron hacerlo.
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