César Vidal
El trámite inútil
Los sistemas parlamentarios concibieron desde su creación un mecanismo para impedir que un gobierno que no contaba con la confianza de la cámara pudiera ser sustituido por otro. Tal mecanismo recibe el nombre de moción de censura. Con una cámara formada por distintas fuerzas políticas que forman o toleran una coalición y con unos diputados que puedan votar en contra de su propio partido porque, ante todo, son responsables ante los propios electores, el mecanismo puede funcionar. Sin embargo, ese funcionamiento es nulo cuando el partido del Gobierno goza de mayoría suficiente como para imponerse y además nadie en su seno va a cambiar de voto sujeto a la disciplina. Ése es el caso español que explica la historia peculiar de las dos únicas mociones de censura vividas en cerca de cuatro décadas de democracia. La primera fue fruto del ansia del PSOE por llegar al poder aniquilando la figura política de Adolfo Suárez. Contra lo que habían esperado los socialistas – y contra lo que señalaban algunas encuestas– las primeras elecciones celebradas tras la aprobación de la constitución no dieron la victoria al PSOE sino a la UCD. En el seno de una táctica de acoso y derribo que acabaría dando resultado a más largo plazo, en mayo de 1980, Alfonso Guerra defendió la moción de censura que tenía como candidato a presidente del gobierno a Felipe González. La jugada era inteligente porque la moción no podía triunfar por razones aritméticas, pero la imagen de González no iba a quedar empañada por ese resultado. Finalmente, tras un debate de veinte horas, fue rechazada por los 166 votos de la UCD – que se quedó sola – frente a los 152 votos favorables de socialistas, comunistas, andalucistas y grupo mixto y las 21 abstenciones de Coalición Democrática – la antigua Alianza Popular– y la Minoría catalana. Teniendo en cuenta que el PSOE habría necesitado 24 votos más para imponerse – algo imposible viendo la distribución de la cámara– no puede dudarse de que su finalidad era erosionar a una coalición de gobierno ya muy cuarteada y dañar lo más posible a Suárez. Con todo, la moción no hubiera servido de nada de no ser porque las divisiones internas de UCD llevaron a Suárez a dimitir y, tras un bienio deplorable, convencieron a Calvo-Sotelo de que lo mejor era rendirse ante el acoso socialista. Fue ese suicidio de la derecha el que catapultó, finalmente, a Felipe González hasta la Moncloa. Si la primera moción resultó discutible no lo fue menos la segunda. El 23 de marzo de 1987, la presentó Alianza Popular contra el gobierno que presidía González. Antonio Hernández Mancha, que acababa de estrenarse como dirigente del partido más importante de la oposición y que no dejaba de clamar que pedía «una oportunidad» de demostrar lo que era capaz de hacer, no pudo defender la moción y la tarea recayó en Juan Ramón Calero. De nuevo, la moción fracasó porque los socialistas contaban con mayoría absoluta y porque, por añadidura, lograron romper la imagen de estar aislados al recibir el apoyo directo de Izquierda Unida, el PNV y EE. Por añadidura, las abstenciones –CDS, CiU, PDP, PL, PAR, AIC y CG – llegaron a setenta. De manera bien significativa, al ser el PSOE un partido fuertemente cohesionado y al no haber sufrido el desgaste de la antigua UCD, fue AP la más perjudicada en el episodio. Sin ningún género de duda, la pésima experiencia de esta moción de censura fue la que contuvo a Rajoy a la hora de presentar una en contra de ZP. Ciertamente, el Gobierno socialista estaba desgastado, pero el partido había mantenido su cohesión incluso a través de episodios como el Estatuto de Cataluña y la negociación con ETA y no era de esperar que el impacto fuera de relevancia. Esa situación se mantiene paradójicamente en la actualidad. Dada la distribución de la cámara, si el PP mantiene su cohesión, Rubalcaba no sólo perdería la moción de censura sino que además se vería muy perjudicado por el intento. Desde luego, no menos que Hernández Mancha.
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