Francisco Marhuenda
El triste adiós a un gran hombre y amigo
El sábado por la noche hablé por última vez con mi querido y admirado amigo Gonzalo Anes. Estaba con buen humor y contento, aunque algo cansado. La muerte ha impedido que pudiéramos seguir disfrutando de nuestras comidas y de los paseos dominicales en casa de su gran amiga Micaela Valdés. Feliciano Barrios, que ha sido su eficaz complemento como secretario de la Academia de la Historia, me dio la terrible noticia a primera hora de la mañana. Nada hacía suponer que la muerte nos arrebataría a una persona de una calidad humana extraordinaria y de una generosidad sin límites. Durante años he podido disfrutar de su amistad y su confianza. Le estoy muy agradecido. Me abrió la Academia de par en par y me presentó a la gente extraordinaria que conforma esa gran familia compuesta por los académicos y los profesionales que la han convertido en una de las instituciones más prestigiosas del mundo. Gonzalo era un hombre tímido y reservado, pero con un inmenso corazón. Era un gran patriota que quería profundamente a España y un gran defensor de la Monarquía. Del historiador sólo cabe decir que es uno de los más grandes que ha tenido nuestro país. No hay más que leer su obra. Como director de la Academia ha protagonizado una edad de oro.
Era un hombre de una extraordinaria vitalidad y un trabajador incansable. Una buena forma de conocer a Gonzalo Anes es recordar su obra y la gente que le quería. Algunos viernes me escapaba a la Academia para trabajar en su magnífica Biblioteca, donde Asunción y sus compañeras me han ayudado semana tras semana con una paciencia encomiable. Allí podía conversar con el genial José María Blázquez y su discípulo José Remesal, dos grandes historiadores de la Antigüedad. Tenía el privilegio de ver a Miguel Ángel Ladero y Martín Almagro. Otras veces coincidía con José Antonio Escudero, que tuvo la amabilidad de incorporarme en el Instituto de Historia de la Intolerancia, o con mi viejo amigo el maestro Luis Miguel Enciso o Luis Ribot, al que conocí primero por su obra y luego tuve la suerte de encontrar en la Academia. La bonhomía y categoría humana de Hugo O'Donnell, con quien he podido disfrutar de agradables sobremesas y aprender de su sencillez y talento. He tenido la inmensa suerte de que tres personas que admiro profundamente como Francisco Rodríguez Adrados, Luis Suárez y Luis Alberto de Cuenca me propusieran como académico correspondiente y hace unas semanas pude cumplir el trámite de ser aceptado por la junta de la corporación. Allí estaban el embajador Ochoa, el gran historiador de la diplomacia española; Francisco Javier Puerto, el maestro en la historia de la Farmacia y la sanidad; el genial Miguel Artola, de quien tanto he aprendido sobre mi siglo favorito, o Fernando María, el experto imprescindible sobre el arte. En aquella mesa estaban los grandes historiadores españoles, herederos de una institución que se remonta a Felipe V, y que han sabido mantener la tradición en un listón muy alto. Todos ellos, que no puedo citar en el espacio de este doloroso artículo, me acogieron con un afecto inmerecido pero que era la consecuencia del aval y el cariño de Gonzalo. No quiero olvidar a Isabel, su maravillosa secretaria, o a Jaime Olmedo, el director de su gran obra, el «Diccionario Biográfico Español», uno de los mejores del mundo. Me hizo conocer a una persona genial como Esther Koplowitz. Me deja la amistad de Micaela Valdés y sus hijos, así como de Asunta Urquijo. Y, sobre todo, su eterno recuerdo.
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