Lucas Haurie

El verbo dimitir

El verbo dimitir
El verbo dimitirlarazon

A Stalin, cuya ignorancia sólo era comparable a su crueldad, no le daba el caletre para calibrar la influencia política de la Iglesia. Se dice que en Yalta preguntó cuántas divisiones tenía el Papa y es posible que ese suicida desprecio persistiese en unos de sus sucesores, Leónidas Brezhnev, cuando no se vio venir la pajarraca que le montaron entre Wojtila, Lech Walesa, la Thatcher y Reagan, que desguazaron al socialismo real. Como lo espiritual es cosa de cada uno, quizás sea preferible extraer lecciones terrenas de la renuncia de Benedicto XVI: Joseph Aloisius Ratzinger es un señor consciente de que debía desempeñar un cargo cuyas exigencias exceden sus capacidades (físicas) actuales y ha decidido echarse al costado. Como el Espíritu Santo, o su inédita vergüenza torera, inspire de igual manera a nuestros diputados autonómicos, en un pispás se queda el Parlamento como el desierto del Gobi. Si por capacidad (intelecto-cultural) fuese, ya les digo... Pero aquí no hay intercesión divina, ni humana ni satánica, que valga sino que se aplica ese proverbio de vaga inspiración religiosa que dice «a quien Dios se la dé, que San Pedro se la bendiga». En el bipartito juntero refunfuñan por la maliciosa calendarización papal, pues estiman que la fecha elegida para la despedida, el 28-F, es un insidioso intento de la curia por restar brillo a la proclamación de Hijos Predilectos de Andalucía. «No saben qué hacer para poner sordina al liderazgo universal de Pepe Griñán», se me queja un asesor de los de a tres mil pavos por quince pagas.