Luis Alejandre

Ellacuría

Han pasado veinticinco años del trágico sacrificio de unos jesuitas en una universidad de nuestra República hermana de El Salvador. A primeras horas de un 16 de noviembre de 1989, tras cinco días de duro cerco a que estaba sometida la capital San Salvador por las fuerzas del FMLN –Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional– un destacamento del Ejército formado básicamente por efectivos del Batallón Especial «Atlacatl», asesinó a los padres jesuitas Ignacio Ellacuría, rector de la Universidad Centroamericana (UCA), Ignacio Martín- Baró, vicerrector, Segundo Montes, Amando López, Joaquin López y Juan Ramón Moreno. Junto a ellos dos sirvientas de la residencia que ocupaban: Julia Elba Ramos y su hija de dieciséis años Celina Mariceth. Los cinco primeros eran españoles.

Si para toda España y la sociedad internacional el hecho representó una fuerte conmoción, para los españoles que ya andaban por aquellas tierras (Onuca) y para todos los que nos fuimos incorporando a partir de 1990, algunos de los cuales vivimos el proceso de paz de El Salvador (Onusal) hasta 1994, aquel hecho quedó grabado en nuestras mentes. El secretario de Estado de Cooperación Internacional del MAE, Jesus Gracia, presidió el pasado día 15 en la propia universidad un acto de homenaje a aquellas víctimas.

Subrayó su carácter –españoles y salvadoreños juntos– simbolizando el sufrimiento de aquella sociedad durante los años de aquella cruel guerra. Salvo este acto, poco eco ha tenido en nuestra sociedad. Y me duele este olvido. ¿Tantos valores hemos perdido? Por supuesto se podrá discutir sobre el compromiso de aquellos hombres con la doctrina de la «Teología de la Liberación», que había prendido en parte importante de la Iglesia católica. Pero también habrá que entrar en las condiciones en que vivía aquel país. El propio Ellacuría, que nos legó unas completas memorias, reconocía en 1985 que era una sociedad «en la que el diálogo no es un elemento estratégico principal, ni en el proyecto de la contrainsurgencia, ni en el plan de lucha del FMLN».

He intentado durante años explicarme una acción que prostituía la legalidad de un Estado de derecho en el uso de la fuerza. Estado que recientemente había estado legitimado por unas elecciones legislativas (1998) ratificadas un año después con la victoria de Alfredo Cristiani en las presidenciales. Para éste, el asesinato de los jesuitas representó un «¡Basta ya!».

No era la primera vez que la Orden de Jesús se veía sometida a dura represión. En 1977 ya el padre Rufino Grande fue asesinado un mes antes de que lo fuese el obispo de San Salvador Oscar Arnulfo Romero tras aquel llamamiento «¡Cesen ya la represión!». Tras ellos serían asesinados (27 de noviembre de 1980) seis líderes del Frente Democrático Revolucionario (FDR) con su secretario general Enrique Álvarez al frente. Para muchos especialistas allí empezó la guerra. Pero también es cierto que el representante del FMLN en la sede neoyorquina de Naciones Unidas era otro jesuita, el mexicano Rafael Moreno.

Todo debió confluir en la mente del coronel Benavides, director de la Escuela Militar, que mandaba uno de los sectores de defensa en los que se dividió la capital ante la ofensiva total del FMLN. Dentro de su sector se encontraba la UCA. Pienso –y puedo estar equivocado– que el coronel vio la posición perdida o por lo menos en grave peligro. Creyó que desde la universidad le estaban hostigando o por lo menos albergando a enemigos y tomó la decisión –Dios sabe si autorizada o no– de eliminarlos. En lenguaje común diría: «A mí me van a matar, pero yo antes me llevo puestos a estos curas extranjeros».

El operativo lo montó el batallón «Atlacatl» simulando la acción de un grupo del Frente: uniformes, pañuelos, armas de procedencia soviética AK-47. Incluso dejaron en un cartón un mensaje: «El FMLN hizo un ajusticiamiento a los orejas contrarios. Vencer o morir, FMLN». No tardó el Frente en desmentirlo y la opinión internacional le creyó. Allí ganó una batalla importante la insurrección y la perdió el gobierno de Cristiani. Cuando la Comunidad Internacional y la propia ciudadanía de un país dan mas crédito a un movimiento insurgente que al gobierno que legitimamente ostenta el poder coercitivo, no hay más remedio que sentarse a buscar una solución. Fue la que se buscó inmediatamente.

Creo que el sacrificio de aquellos hombres y mujeres fue fundamental para desbloquear el proceso. La decisión del presidente Cristiani, obligada y mas que acertada. Diría más: valiente, porque arriesgó mucho, incluso su propia vida, no tengo la menor duda. El papel de Naciones Unidas y de los llamados «países amigos» entre ellos España, fue fundamental para canalizar todo el diálogo en busca de la paz.

Nuestro recuerdo y respeto a unos hombres –por supuesto también a las dos mujeres– que hicieron de su vocación un compromiso social y lo ejercieron hasta sus últimas consecuencias. No es extranjero quien sabe morir «en y por» el país en el que vive.