César Vidal
En el Tíbet (I)
Es conocida de sobra la versión que sobre la historia reciente del Tíbet han dado Holly-wood, Richard Gere y el Dalai Lama. El Tíbet, según la misma, sería una nación sometida a un terrible genocidio por parte de China. Cinematográficamente, el relato aguanta. Históricamente, es una falsedad. Durante siglos, el Tíbet ha sido, como otras partes de Asia, una región de China. Ocasionalmente, se independizaba y también ocasionalmente regresaba al seno del imperio. La realidad era tan obvia que, a inicios del siglo XX, ni una sola fuerza política china dejaba de mencionar Tíbet como parte del territorio común y, por supuesto, nadie discutía esa pretensión. Si se produjo un cambio radical se debió a dos graves errores de la CIA. El primero fue considerar que Mao era una mera marioneta de la URSS; el segundo, creer que el uranio tibetano quedaría al servicio de Moscú. Partiendo de esa base, la CIA alimentó un movimiento secesionista en el Tíbet, sacó al Dalai Lama de Lhasa –un hecho que nunca ha sido reflejado por Hollywood– y armó y entrenó a unas guerrillas tibetanas que no dudaron en emplear tácticas terroristas. La respuesta de Beijing fue inmediata.
No iba a tolerar intromisiones secesionistas en su territorio y pasó, de forma radical, de permitir una cierta autonomía y respetar el Gobierno del Dalai Lama a intervenir militarmente. Durante dos décadas –fueron aquellos los años en que la CIA derribó a Mossadeq en Irán, derrocó a Arbenz en Guatemala e intentó asesinar a Castro– el conflicto armado se mantuvo por la sencilla razón de que, como sucedería con los talibán en Afganistán, la CIA consideraba que aquella guerra debilitaba a la URSS. El Dalai Lama mientras tanto y de manera no poco cínica predicaba la no violencia a un Occidente bastante ignorante a la vez que bendecía las armas de los nacionalistas tibetanos. Sólo en los años setenta, Estados Unidos se percató finalmente de que China era independiente de la URSS e incluso le tendió la mano en una estrategia de aumentar el cerco sobre el enemigo soviético.
A partir de ese momento, como no podía ser menos, la resistencia armada de los tibetanos concluyó y discurrió fundamentalmente por papanatescos enclaves. Cualquiera que visite el Tíbet en la actualidad –como lo ha hecho el autor de estas líneas– sabe que pudieron producirse atrocidades en el pasado, pero jamás un genocidio y la prueba está, de entrada, en los lamas que pueblan las calles. Pero de eso hablaré otro día.
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