José Luis Alvite
En la albina oscuridad
Por muchas razones creo haber visto en este Papa la figura de un pontífice al que el licor de la mística no le va a levantar al mismo tiempo los dos pies del suelo. Una de esas razones tiene que ver con la idea de que el esfuerzo pastoral ha de imperar sobre la abstracción del pensamiento. Supone eso que en su novedad estética el Papa se me presenta como aquellos misioneros de mi niñez que se pasaban de tarde en tarde por la parroquia y nos contaban a los muchachos aquel África somnífera, desnuda y hambrienta en la que ellos se esforzaban por divulgar la cristiandad sin olvidar que la idea de Dios calaba mejor en quienes descubriesen al mismo tiempo el tenedor, los antibióticos y el pan, un remoto mundo sin fe y sin lujuria en el que, por culpa del hambre tenaz e indiscriminada, los niños escarbaban con sus pies las tumbas, era albina la oscuridad e incluso perdían peso los buitres. Hace ya unos cuantos años, el comboniano Claudio Crimi me contó que en sus largos periodos como misionero en Mozambique se había dado cuenta de que en aquel frondoso erial pagano vivían unos seres humanos incapaces de asimilar la idea intelectual de Dios si no se le exponía con la misma escrupulosa sencillez con la que ocurría a cada instante la vida. Escuché unas cuantas horas absorto al misionero. Fue una tarde lenta y memorable mientras en la acuarela de los tejados de la ciudad anochecía a manivela. Y lo recuerdo ahora como el sensato precedente pastoral de este pontificado que se anuncia renovador y pedestre, dispuesto a recuperar la idea esencial de que en un mundo injusto y miserable el concepto de Dios se propagará mejor si la Iglesia distribuye en las escuelas el catecismo mezclado con la sed y con la leche en la cuchara del desayuno. Dios es más creíble cuando le huelen las manos a comida.
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