Ángela Vallvey
Encuestas
La sorpresa que han dado las encuestas no acertando en sus pronósticos sobre las últimas elecciones, ha sido mayúscula. A pesar de que, en las anteriores a éstas, ya se produjeron grandes patinazos demoscópicos, en las del sábado pasado se sobrepasaron las más locas posibilidades de decepción. ¿Qué ha pasado?, nos preguntamos todos. Hasta no hace mucho, las encuestas de opinión sobre intención de voto alumbraban, si no la exactitud de lo que iba a pasar, sí unas «tendencias» que gozaban de una reputación de infalibilidad mucho más acendrada que la del mismísimo Papa. Pero parece que estemos ante un claro fin de ciclo también en esto. Las cosas han cambiado de manera radical. El problema ya no es el número de personas encuestadas, ni siquiera las preguntas y sus consiguientes respuestas. El asunto es otro.
El lugar donde se encuentra escondida la verdad demoscópica es un misterio que todo el mundo ambiciona conocer, para así poder disponer, prever, prometer (aunque sea falsamente), o tomar medidas para el futuro, encaminadas a la conquista del poder político, pero también de la simple operación de venta de un producto comercial. Si bien resulta evidente que las encuestas demoscópicas, tal y como las hemos conocido hasta ahora, empiezan a quedarse obsoletas. La clave es que las preguntas con que se interroga al votante no son válidas por muy buenas que sean dichas preguntas: ha pasado el tiempo de las «intenciones», que los votantes expresan a través de sus respuestas; ahora, lo único fiable para predecir son «los hechos».
¿Y cómo trabajar estadísticamente con hechos si aún no se han producido? Quizás sea más fácil encontrar soluciones combinadas con el tratamiento masivo de datos que en los meros interrogatorios sobre propósitos futuros. En todo caso, hay que empezar a distinguir –no sólo filológica, sino estadísticamente– entre la «intención» y la «acción». La transformación es asombrosa: hasta hace muy poco la «intención» tenía la misma fiabilidad que el «hecho», a efectos estadísticos. Pero algo ha conseguido variar de manera contundente el ánimo del ciudadano. Su propósito, o voluntad, de hacer algo («votar al partido X»), incluso «cocinado» por los expertos teniendo en cuenta variables como su «recuerdo de voto», su fidelidad, simpatía por una ideología concreta, situación laboral... etc., ha dejado de ser sólido: ahora es líquido, cuando no borroso.
Dice el proverbio que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Hoy podemos añadir que, las encuestas, también.
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