Entre el grito y el neologismo
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La comitiva de Podemos levantó el domingo la carpa en Vistalegre. Era el congreso del partido y Teresa Rodríguez, lideresa regional de la cosa, estuvo a cargo del famoso número del mitin. Al llegar su turno, la roteña picó el decibelio, intensificó el timbre y escaló la frecuencia a registros sólo revelados en fabulas distópicas. El grito, sin modulación alguna, se sostuvo suspendido en el limbo de las escalas y, claro, así, no debe de ser difícil tragarse y regurgitarse las dimensiones del espacio y del tiempo. Todo este trance perseguía un solo fin en Teresa Rodríguez, el alumbramiento de un eslogan, «unidad y humildad», cuya rima consonante, desde aquella pista y en aquella carpa, sonó a tonada de canción infantil del famoso número del mimo. La joven estirpe de la izquierda grita, gesticula, se agita y hace aspavientos. Y crea. El nuevo progresismo, a falta de transpiraciones, lo fía todo a la inspiración. Y surgen las musas. Es el momento de Teresa Rodríguez, dedicada a la maquinaria de los eslóganes, o Irene Montero, portavoz adjunta de Pablo Iglesias en el Congreso, ocupada en renombrar realidades con neologismos como «marichulo». Es el denominativo que usó la diputada madrileña para dirigirse durante el pleno, dedo en alto, a un diputado de la bancada del PP. Nadie sabe el origen del término «marichulo», aunque sí que se ha extendido en los cabildeos del nuevo feminismo. El «marichulo», al parecer, se ha de pronunciar con tono despectivo, que es un modo particular de ser creativo mediante el desprecio al hombre caduco de la vieja sociedad. Este superhombre, o más bien esta wonder woman, ha recibido el mandato de erigir un mundo nuevo. La primera piedra es ese grito suspendido, histriónico y jaleoso, el más adecuado anticipo del neologismo.
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