Alfredo Semprún

Entre la propaganda y la asepsia del terror

Entre 1983 y 1988, el Ejército iraquí lanzó 20.000 bombas de aviación y disparó 80.000 cohetes cargados con armas químicas. Gases de guerra de dos tipos principales, vexicantes y nerviosos, con los que aniquiló a la resistencia interna kurda y frenó las oleadas suicidas de los «basiji» iraníes; esos millones de adolescentes que el régimen de los ayatolás enviaba al matadero como toda estrategia. Es decir, tenemos experiencia más que suficiente sobre el empleo de ese tipo de armas, los medios de dispersión y sus efectos en el cuerpo humano. Incluso, en el hospital militar de Madrid, el Gómez Ulla, se trataron algunas docenas de soldados iraníes afectados por gases vexicantes. Es, pues, prácticamente imposible ocultar el uso de armas químicas a la escala que se quiera. Sus trazas, ya sea por los contenedores utilizados, las heridas o la contaminación de los terrenos afectados, son muy difíciles de borrar, más si cabe en un caso de bombardeo masivo de una localidad, como el denunciado ayer por los rebeldes sirios. Si el régimen de Damasco, en un claro acto de suicidio político y militar, ha llevado a cabo tal ataque, se sabrá sin duda alguna. Asad habrá cruzado la «línea roja» de Obama y estará perdido, ahora que va ganando. Las imágenes publicadas por los rebeldes son terribles por la extraña asepsia de la muerte, de esos cuerpos sin heridas, limpios y de rostro sereno. Y, sin embargo, algo no cuadra. Una sensación indefinible de irrealidad.