Cristina López Schlichting

Entre rejas

«Me costó mucho tragar las bolas. Metieron la coca en preservativos y los engullí uno a uno, kilo y medio, echando la cabeza hacia atrás para que entrasen. Cuando uno se rompió, pensé que iba a morir». En el desierto de Almería, bajo un sol redondo y amarillo, «El Acebuche» es una cárcel de ladrillo con un gran torreón de vigilancia, como el de las películas. La reja se desplaza con eco metálico cuando se cierra a tus espaldas, sobre el mundo, poniendo un punto y aparte que no siempre es letal: «Entrar fue una bendición, una forma de parar», explica Modesto. Era un «chico bien», con COU y carrera bancaria. Negocios inmobiliarios, crisis, ruina y delito. «Lo tuve todo demasiado fácil –afirma desde unos ojos oscuros y hermosos–, fui el consentido de mi familia». Lleva una camisa impecable de Pedro del Hierro y ha aprovechado tres de los seis años de condena para estudiar en la Universidad. A veces la prisión es un alto entre infraviviendas, malos tratos, violencia, pero otras es un escalofriante meandro en una vida lineal. Samuel, de 40 años, habla cinco idiomas y llevaba 22 de vida profesional en turismo. Drogas, alcohol, finalmente robo de tarjetas de crédito. Una muesca profunda en la tráquea certifica tres intentos de suicidio, dos con pastillas, otro con los gases de un tubo de escape. «La cocaína te lleva a lo más alto... luego te despeña». Hay un vidrio delgado entre la debilidad y el abismo. En Coslada, Madrid, la niña Yara no quería estar en casa. A los 21 se independizó y no encontraba trabajo, así que se acercó a los camellos del barrio y firmó por 3.000 euros un viaje a Río de Janeiro y una breve estancia en un pueblo perdido en la frontera con Bolivia. «Me taparon los ojos y me condujeron hasta una casa donde me comí las bolas. Me habían atiborrado de relajantes musculares y cosas para no vomitar. Tenía la barriga dura, completamente hinchada». En Barajas no pasó desapercibida... radiografía y a la cárcel, con 21 años. Es sencilla, guapa, con el rostro transparente, pero algo oscuro le tapona el paso. Cuando estaba en semilibertad, trabajando ya en un almacén de verduras, se enamoró y un clan gitano la esclavizó, literalmente, hasta que regresó enferma y agotada. Lee libros de vampiros o de trolls, ha terminado Secundaria y, cuando consigue dejar de llorar, cuenta lo que quisiera ser «de mayor», si pudiese empezar de nuevo: «astrofísica». Las estrellas no sólo están en el cielo. En realidad, las llevamos en el corazón.