Ángela Vallvey

Erótica del poder

Muchos se escandalizan en España –pues a los franceses parece que les interesa un bledo– ante los líos sexuales de Hollande: «¡Con esa carita de no haber roto un plato en su vida y unos cacho trajes que igual le sirven para ir a Mali que para seducir actrices, quién lo iba a imaginar...!», dicen, «el mandatario galo está afectado por la erótica del poder».

En la España recién salida del franquismo, lo de la erótica del poder fue muy comentado. El poder, que hasta la Transición había sido propiedad de un solo hombre, por fin se prorrateaba bajo los nuevos aires democráticos. El español de a pie descubrió entonces, fascinado, la voluptuosidad del poder, y los recién estrenados políticos se convirtieron en adictos a ella. El ser humano tiene sed de poder, aseguraba Hobbes. Todo lo demás le importa un rábano. Secretarios, asesores, escoltas, banquetes, recepciones, tías buenas en las recepciones, prebendas, viajes, iPad gratis, momios, negocietes, pensiones, brevas, gangas, coches oficiales de lujo, la puerta de autoridades, la posibilidad de enchufar a los amigos y castigar, multar o sentenciar a los enemigos... El poder otorga tanto... poder, que no es extraño que quien lo ejerce –aunque sea un tipo menudito de esos que no durarían ni lo que una canción de Kiko Rivera en la jungla de una discoteca un sábado de madrugada– se sienta como un purito macho Alfa: alto, fornido y apuesto, sentado en el trono de lo más elevado de la escala evolutiva, ¡en un remoto peldaño de la pirámide alimenticia, por encima de los necrófagos y los súper-predadores!... El poder pone. A unos se les sube a la cabeza (caso español), y a otros se les baja (como a los franceses, que siempre han sido más dados a las licencias, no necesariamente poéticas).

Ya digo.