Alfredo Semprún
Esas catástrofes africanas que pasan sin rozarnos
Sólo desde el racismo latente en la Prensa internacional, que mezclado con el buenismo socialdemócrata forman un combinado demoledor, se explica que los desastres africanos hayan pasado casi sin rozarnos. Y no se trata de obviar lo evidente, a esos movimientos de caridad civil que, en arrebatos compulsivos, saltan de país en país, de guerra en guerra, de sequía en sequía, sin llegar nunca al fondo de la cuestión. Los que ya tenemos una edad, podemos seguir el itinerario con sólo cerrar los ojos y recordar. Y ahí se nos aparecerán los niños de Biafra, con la muerte en los párpados, las tripas hinchadas y las nubes de moscas. Y las cabezas cortadas de Katanga, y los brazos amputados de Liberia y Sierra Leona, y la niña y el buitre, que espera su momento, en el sur de Sudán; las hambrunas de Etiopía, con esos pellejos de vaca muerta siempre tan agradecidos a las cámaras; y los jinetes esclavistas de Darfur, y el Ogaden, Somalia y sus helicópteros derribados; los niños sin piernas de Angola y Mozambique, el Congo, en guerra eterna, el genocidio de Ruanda, y el sida por doquier... Tantos y tantos muertos entre gentes que son como nosotros, pero a los que, en el fondo, siempre tratamos con la indiferencia del que se cree superior. Una mañana, en la Kampala arrasada por el VIH, donde en cada maletero de un coche o en la trasera de una bicicleta se transportaba un ataúd – tremendas fotos las que tomó Gonzalo Cruz–, nos dijeron que teníamos que retrasar una entrevista porque a nuestro interlocutor, un maestro de escuela, le había surgido un contratiempo: una inesperada actividad comunal. Y ahí nos fuimos, esperando una escena de Mogambo, hasta el lugar de la actividad, que resultó ser la casa de pisos donde vivía el maestro. En la puerta, sentados en taburetes, los vecinos mantenían una agria discusión sobre la limpieza de la escalera y el robo de bombillas de las zonas comúnes. Una reunión de la comunidad de propietarios, ni mejor ni peor de las que cualquiera puede tener en su casa. Es asombroso cómo cambian las cosas en África cuando llega un momento de paz, cuando los niños van tranquilos al colegio, los campesinos a su era y los comercios abren sus puertas con regularidad. Y a veces, basta con un gesto enérgico de la comunidad internacional –y si es acompañado de un batallón de paracaidistas mucho mejor– para propiciar el cambio. Como en Bosnia o en Kosovo, sin ir más lejos. Porque no hay mejor pedagogía que explicar, por la vía de los hechos, a unos asesinos sanguinarios, a unos ladrones sin escrúpulos, por muchas siglas políticas tras las que se oculten, que no es igual de fácil matar y violar hombres, mujeres y niños indefensos que enfrentarse a la Infantería de un país democrático. Explicárselo, aunque sean negros y nos dé cierto pudor retrospectivo. A todo esto, iba a escribir sobre Robert Mugabe, el eterno presidente de Zimbabue. Fue uno de esos africanos mimados por los colonialistas, hijo de un humilde carpintero, que estudió Magisterio en Suráfrica y se licenció en Economía por la Universidad de Londres. Maoista contenido, inauguró la independencia de su país con una matanza de adversarios políticos. Murieron 30.000 personas de la etnia minoritaria matabele. Pero había respetado a los granjeros blancos y Occidente le tenía por un gran estadista. Hasta que los echó y se trajo a los chinos.
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