Joaquín Marco

Escepticismo europolítico

El escepticismo es una doctrina filosófica que nace en Grecia con Pirrón de Elis. Etimológicamente, escéptico quiere decir «el que indaga». Quienes vivimos estos momentos de tribulaciones y dudas sobre verdades en las que algunos creyeron, otros dudaron y hasta hubo quienes las negaron no podemos remontarnos hasta los antiguos sabios. Sin embargo, muchos indagadores estarían de acuerdo en uno de sus principios: «La única afirmación absolutamente verdadera es la de que ninguna doctrina es absolutamente verdadera». Hasta los más puros acólitos tendrán que estar de acuerdo en que tal vez ni siquiera ellos estén en lo cierto. Un escepticismo europolítico nos invade, gravita sobre nosotros. No hasta el extremo del «premier» británico David Cameron, quien pretende consultar a sus súbditos, tras largo y azaroso recorrido en el que intervienen otras elecciones, sobre si los británicos estarían de acuerdo en abandonar la Unión Europea, con la que no acaban de identificarse. Al fin y al cabo, ellos siguen siendo «británicos» frente a los «continentales» y, a menudo, se han manifestado más próximos a sus «primos» estadounidenses que a Bruselas. Desde las Islas se alentó el euroescepticismo y nunca creyeron en la bondad del euro. Se mantienen en la libra esterlina y en la conducción por la izquierda. Hay, además, otra razón de peso: la City. Parte de la economía –y no sólo europea– todavía late al compás del círculo de elegidos, aunque hayan desterrado el bombín. Pero el aislamiento de Gran Bretaña –si se produjera– no sería buena noticia para nadie. Bien es verdad que el propósito del «premier» es contribuir menos a los gastos comunes. Creen que, ajenos a las perturbaciones continentales, podrían salir mejor parados. Pero nada indica que un alejamiento les favoreciera ante una crisis que observamos global. Un cierto recelo hacia la dirección alemana de la Unión constituye otro factor añadido a tener en cuenta.

Por otra parte, David Cameron no parece mostrarse excesivamente preocupado por la poco probable secesión de Escocia, pese a la convocatoria que deberá celebrarse hacia el otoño de 2014. Escocia se unió a Gran Bretaña en 1707 en un Acta de Unión aceptada por el Parlamento escocés. Sin embargo, se sucedieron después una serie sucesiva de levantamientos jacobitas. El Partido Nacionalista Escocés (Scottish Nacional Party, SNP) fue creado en 1934, aunque cobró fuerza en el periodo en el que produjo la desindustrialización escocesa, antes de los hallazgos de considerables recursos petrolíferos en el Mar del Norte. Alex Salmond (del SNP) logró la mayoría absoluta en el Parlamento escocés en las elecciones del 2011, pero ya con anterioridad, desde 2009, había sondeado en varias ocasiones al Gobierno británico sobre la posibilidad de convocar un referéndum que permitiera la segregación de Escocia. Se establecieron las normas por las que debería regirse y se adelantó la edad de los votantes hasta los 16 años. Salmond confía en el deseo de los escoceses de mejorar sus condiciones y alcanzar una mejor distribución de su riqueza, pero Cameron se mostró inflexible respecto a la rotundidad de una sola pregunta que quedó fijada recientemente: «¿Debería Escocia ser un país independiente? Sí o no». Quedaba fuera de consulta, por consiguiente, la posibilidad de incrementar cierta autonomía de la que disfruta el país, aunque el proyecto de 1976, aprobado por los Comunes en 1978, quedó en suspenso al no ser refrendado por el 40 por ciento del censo electoral escocés en el referéndum de 1979. Cameron exigió, además, que una vez aprobado el referéndum vinculante por el Parlamento británico, éste se produjera antes de dieciocho meses. Alex Salmond tiene interés en que coincida con la conmemoración de la batalla de Blannockburn (1314), la gran victoria de Roberto I sobre el rey inglés. Pero sobre todo ello, pese a los deseos nacionalistas, flota también un cierto escepticismo en cuanto a los resultados y a sus efectos. Escocia no deja de vivir en una Europa que se siente anclada a unos problemas comunes y ha respirado los aires euroescépticos británicos.

Si en una encuesta del 10 de octubre pasado tan sólo el 47% de los escoceses se mostraba a favor de la independencia, el 24 de enero de este año el porcentaje se había reducido al 23%. Claro es que no todas las encuestas son fiables y conviene relativizarlas. Cree tal vez una mayoría que les conviene más permanecer en el seno de un país que figura entre las potencias que quedar aislados. Pero todo ello debe contemplarse con un escepticismo moderado. La aceleración de los cambios históricos favorece, asimismo, el relativismo. Los británicos han atravesado por cambios sociales muy profundos en el siglo XX, además de dos guerras mundiales, la pérdida del poderío colonial y una reducción de su papel, más próximo en los últimos años a los EE UU que a la utopía de una Europa federal, en la que el significado de los estados debería disminuir. Dadas las turbulencias de la Europa del sur y la posición alemana, que siempre observa al este y no de reojo, Cameron parece querer demostrar con cierta displicencia que los problemas del Continente no van con ellos y que el euroescepticismo ha sido, en el fondo, un buen negocio. No hay, por consiguiente, que cambiar un modelo tan provechoso y entregarse al azar. En definitiva, las políticas generales de ajuste son casi equiparables, pero nos diferencian el paro abrumador y una moral política, pese a todo, envidiable.