Francisco Nieva

Eslavia

La Razón
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Por qué demonios soy yo un eslavófilo, siendo un manchego de lo más tópico y decantado? Sin duda, por haber sido un prematuro lector desde los siete u ocho años. Mi madre me inició, por haberlo sido también. En un verano, con dieciséis años, se leyó toda la biblioteca del Casino de los Señores. De lo poco, todo lo que había en la fundación pueblerina. De ver leer a mi madre constantemente, quise hacer como ella y comentar con ella cuanto leía. Pronto me aficioné a los autores rusos, desde que cayó en mis manos la novela de Dostoievski «Pobres gentes». Me tocó el corazón aquella novela primera del gran escritor eslavo. Traducido por un verdadero genio de la traducción, Rafael Cansinos Assens, muy apreciado y alabado por Jorge Luis Borges. Conocía a fondo cantidad de idiomas, del alemán para arriba y toda la literatura y poesía centroeuropea y de más allá. Siempre recordaré su traducción de «La alquería de Stepanchikovo y sus vecinos», y el abominable personaje de Fomá Fomich. Un gran creador, a su modo. Y un entrañable artista, que me familiarizó con la cultura eslava. Desde Valdepeñas, nada menos. Hubo una época en la que trataba de despertarme temprano para leer por más tiempo. Leí todo cuanto pude del inconmensurable Dostoievski. Algo había en su literatura de parecido con el mundo estepario de la Mancha.

El caso es que, cuando visité la Unión Soviética, fue como si me encontrase de vuelta a una patria de la que había emigrado forzosamente. El gobierno de Kruschev pidió a la Sociedad de Autores Españoles que enviasen a algunos miembros representantes, para inaugurar una fundación parecida en Rusia. Y yo fui nombrado, en compañía del empresario teatral Manuel Collado y Fina de Calderón, una prestigiosa dama intelectual, con una nutrida clientela de escritores y artistas, que se preciaba de haber sido mecida y pomponeada por García Lorca.

Me sorprendió saber que Fina se decía compositora de música y que había estrenado piezas suyas en la Unión Soviética. Esto no me parecía posible. Aquello tenía visos de ser un montaje de lo más osado que puede darse. No se sabe qué tipo de «negros» se encargaron de hacerla pasar por ilustre compositora española. Fina de Calderón era un ser fanático, una impostora, una moneda falsa. Era imprevisible y divertida, envuelta en un ambiente relamidamente aristocrático e intelectualoide. Era la dueña de un cigarral toledano, al que invitaba a todo el mundo. Víctima de una poliomielitis infantil, era como un ente inverosímil y mágico. Todo mentira e invento suyo. Ahora, casi la encuentro admirable. Era como un hada- bruja, y la creadora de un mundo propio. No ha existido en España un Marcel Proust que la consagrase como literaria y artísticamente se merece entre las mentiras patrióticas del franquismo. Un caso de lo más extraordinario.

Distinguidos intelectuales rusos nos recibieron en el Hotel Ucrania, impresionante albergue, que me fascinó como a un siberiano manchego que soñara con Moscú, como un personaje de Chejov. Mi viaje a Rusia fue todo un sueño. Me visitaron muy amigablemente algunos estudiantes de español, muy enterados de lo cotidiano del franquismo, y hubo incluso uno que me dijo admirar infinitamente a José María Pemán. Para ellos, yo era un revolucionario del que se temía un contagio de lo más peligroso. Los tres representantes de la SGAE fuimos agasajados egregiamente. Hubo un Banquete ruso, en el que yo di por terminados ya los postres cuando aún no se habían consumido los aperitivos con caviar y vodka. ¡Qué lujo culinario el de los rusos! Un tanto afrancesado, como para complacer a Catalina la Grande, un bello ejemplo de desmesura eslava. Como ya he dicho, Moscú me fascinaba. Sus museos fueron para mí como grandes revelaciones. Aquella gran pintura rusa, que trataba de difundir Diaghilev, el famoso empresario los Ballets Rusos, que deslumbrara al París del novecientos. Pintura extraordinaria, cuyo realismo y fantasía me epataban y de la cual no dejaba de hacer comentarios de lo más elogiosos y que, en gran medida, me influyeron.

Mi fervor eslavo aumentó con la visita a San Petersburgo y al Museo del Hermitage. Un completo universo de Arte, un inacabable banquete de «delikatessen». La vida me ha regalado con muchas cosas extraordinarias, pero nada como la santa madre rusa. Un gran iconostasio de la cultura.