Alfredo Semprún

Esos ingleses que descienden todos de la pata del Cid...

Es sabido que los británicos descienden todos de la pata del Cid, lo que les genera algunos problemas a la hora de percibir su papel en el mundo. Me explico. Si un inglés que no habla una palabra de español monta un «pub» en el puerto de Almerimar al que apenas van otros clientes que no sean británicos, estamos ante un expatriado o inversionista que nos hace un favor. Pero si un turco, que no habla una palabra de inglés, monta un establecimiento de kebab en Londres, al que apenas van clientes nativos, estamos ante un «sucio inmigrante» que viene a abusar de la seguridad social. Lo digo porque sólo en la Unión Europea –a este lado del canal– viven 1.800.000 británicos, la inmensa mayoría de los cuales se ganan la vida con su trabajo, pagan impuestos y juegan a los dardos. Otros dos centenares de miles entran en la categoría de «pensionistas», con casa en propiedad en el extranjero, que van muy poco al médico, al contrario de lo que piensa el vulgo, y no dan la lata, salvo accidente alcohólico. Unos y otros suelen elegir para vivir el sur de Europa –España, Portugal e Italia–, aunque, también, son muy numerosos los que se instalan en Francia, en las regiones rurales del este, donde pueden vivir el sueño de tener una granja «a la inglesa», algo que les resulta económicamente imposible en su país.

Se calcula que otros seis millones de ingleses –las estadísticas consulares no son muy fiables– andan repartidos por esos mundos de Dios, con mayor querencia por la vieja geografía del imperio: Australia, Estados Unidos y Canadá. En definitiva, un nivel migratorio alto, que las últimas encuestas auguran que seguirá en ascenso. Movimientos demográficos que, también, se están produciendo de manera acelerada en las Islas Británicas. Entre el censo de población de 2001 y el de 2011, Londres había perdido 600.000 residentes de raza blanca, es decir, ingleses nativos, ampliamente compensados por la inmigración extracomunitaria. De hecho, los blancos ya sólo representan el 45% de los londinenses, lo que hace de la capital financiera británica uno de los lugares más divertidos para vivir, siempre que no eches de menos las pulcras teterías, los bares de alcohol tasado y el bacon. Como en Francia, y, en menor medida en Italia y Alemania, los barrios de las principales ciudades inglesas están sufriendo un proceso de segregación racial y étnica que parece inevitable. Pero ya sabemos que todos los europeos descendemos de la pata del Cid y que nunca vivimos en guetos. La zona internacional de Sanghái, la Saigón colonial o la española Tanger no tenían guetos blancos, sino «barrios residenciales».

El caso es que en la dura competencia por los recursos, son la clase obrera, los pensionistas con menor poder adquisitivo y los jóvenes con problemas de formación y, por lo tanto, de empleo, quienes perciben los efectos directos del cambio de paradigma social y económico que está sufriendo la Unión Europea y buscan un chivo expiatorio para su malestar. Y las gentes como Marine Le Pen o Nigel Farage señalan al inmigrante, así en general, como el gran culpable, eludiendo las preguntas incómodas. Y se da el paradigma de que, al final, son los viejos comunistas y socialistas quienes engrosan con sus votos a los xenófobos de la extrema derecha. Vivir para ver.