20 años sin Miguel Ángel Blanco
España en cólera
Parece que esta sociedad padece profundas pérdidas de memoria a corto y a largo que denotan alteraciones neurológicas colectivas, y al diagnóstico habría que añadir la perniciosa memoria selectiva que los psiquiatras estiman inevitable y beneficiosa pero que en política se utiliza rastreramente y a conveniencia. La izquierda bicéfala (y con facciones por cabeza) lleva años de hastío desbrozando el jardín del callejero con lo bonancible que hubiera sido nominar las calles por números obviando la teología bizantina de lo políticamente correcto. A nadie se le ocurriría apear la chapa de Narváez de las esquinas pero acabará surgiendo alguien aduciendo que el Espadón de Loja, siete veces presidente del Consejo de Ministros, le contestó al cura que le instaba a la expiación en su lecho de muerte: «Padre, no puedo perdonar a mis enemigos; los he fusilado a todos». La mezquina discusión sobre la honra que merece Miguel Ángel Blanco indica que se quiere olvidar lo sucedido en 1997 que no es el paleolítico inferior: España estallando en cólera, arrancándose las divisas partidarias, ante un insoportable pico de infamia. Sucesos ominosos que nos conmovieron, como la matanza de Atocha, el 23-F, el 11-M, el 15-M, no alcanzaron el nivel de resistencia moral espontánea que provocó el asesinato de Blanco, el ¡basta ya¡, las manos pintadas de blanco, el «sin pistolas no sois nada», anegando las plazas de España sin organización política alguna. Un 2 de mayo de los escasos en los que las masas no yerran ni son manipuladas. Ya nos equivocamos en el de 1808 muriendo por la familia de Carlos IV y desdeñando la ilustración que traía José Bonaparte. La alcaldesa de Madrid ha convertido el torreón del Ayuntamiento en un tendedero, y está bien que Podemos ponga a secar su ropa interior, pero no es concebible esta cicatería ante aquel espíritu de Ermua, el pacífico pero colérico hartazgo de los españoles por tanta sangre facilona, tanta crueldad anancefálica, tal caudal de mala leche al servicio de la nada. Las calles y los homenajes a Miguel Angel Blanco rememoran aquel nuestro día mejor como ciudadanos libres y civilizados. Nuestras variopintas izquierdas individualizan un acontecimiento colectivo para banalizarlo y poder continuar su tacto de codos con los herederos de ETA. Si aquellas manifestaciones las hubiera etiquetado la izquierda, hoy todas las plazas se llamarían Blanco.
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