José María Marco

España olímpica

Las grandes competiciones deportivas, como los Juegos Olímpicos, son fuente de grandes emociones. Están las que proceden de la competición en sí, del drama, del esfuerzo, de la voluntad, aunque también de la gracia, del don que se hace visible. Otras emociones proceden de la recompensa. Así ocurre cuando el ganador de la prueba sube al podio, recibe la medalla y se despliegan los símbolos de su país, cuando suena el himno nacional y se levanta la bandera.

Habrá personas –respetables, ni qué decir tiene– ajenas a esta clase de emociones. No abundan, en cualquier caso, como indica la pervivencia y la popularidad de estas ceremonias que, como las naciones, están muy lejos de desaparecer. Desde hace ya casi medio siglo, la cultura oficial –hemos leído bien: la cultura oficial– está empeñada en hacernos creer que es una emoción política o ideológica. No es así, sin embargo. Se trata de algo más profundo y al mismo tiempo más sencillo, que atañe a nuestra naturaleza misma de seres humanos. Cuando nos emocionamos en la ceremonia de entrega de medallas, como con mucha más razón y más intensidad se emocionan los deportistas y quienes han contribuido a su éxito, lo hacemos porque asistimos a uno de esos raros momentos en los que se escenifica, con todas sus consecuencias, la generosidad de la que somos capaces. Con la bandera y el himno, no se está hablando de sacrificio (palabra tremenda, que convendría utilizar con moderación), ni, mucho menos, de exaltación colectiva a costa de los demás. Al contrario, participamos de un momento en el que el deportista devuelve a los demás el fruto de su esfuerzo. La nación vuelve a crearse ante nuestros ojos con el único material que es digno de ella: lo mejor de una persona, es decir de nosotros mismos, puesto al servicio de los demás.

Estas emociones, tan intensas, deben ser tratadas con prudencia. Por eso están ritualizadas, pero las convenciones y los símbolos abstractos no nos deben hacer olvidar lo fundamental. Estamos hablando del amor a nuestro país, de la identificación con nuestros compatriotas, de aquello que nos lleva a sentirnos solidarios y responsables de la realidad entera de lo que constituye la nación, sin discriminación ni exclusiones y sin olvidar todo aquello que no nos gusta, tanto de su pasado como de su presente. Estamos hablando de patriotismo, y es aquello que los Juegos Olímpicos, si se celebran en España, como todos esperamos, contribuirán a hacer un poco más presente y más vivo.