Ángela Vallvey

Europa

La Razón
La RazónLa Razón

Ortega y Gasset ya hablaba de la decadencia de Europa, pero según el filósofo eran los políticos, aristócratas y artistas los únicos que apreciaban esa decadencia... porque ellos mismos eran decadentes. El proyecto de construir una Europa unida sentó sus cimientos sobre La Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1951), en un tiempo en que las materias primas que proporcionaban vitalidad a la siderurgia eran pieza clave de desarrollo en los países industrializados. La asociación empresarial e intereses económicos mutuos trataron de ser el pegamento que sellara la amistad entre países que habían demostrado en la historia que sentían profundas rivalidades y recelos que les llevaban a la guerra de forma recurrente. Hablamos de Francia y Alemania, piezas decisivas en la UE, mientras el Reino Unido conformaba el vértice de un triángulo con enormes intereses, que se veían amenazados —tanto juntos como por separado— ante la aparición de nuevas potencias en la escena mundial. La manera en que la UE (que no es Europa, pero aspira a serlo) ha ido evolucionando según las circunstancias, la ha llevado a tratar de olvidar sus raíces, en las que el comercio reemplazaba teóricamente a la guerra. Por el camino, se ha conseguido una suerte de milagro publicitario: que los llamados «euroescépticos» sean los «ultras» de la izquierda y la derecha ideológicas. Y lograr que los «europeístas» queden identificados con una postura de centro, moderación, sentido común e ideas «adelantadas». Así, quienes comulgan con el modelo europeo de la UE serán los ciudadanos de progreso, avanzados. Los que reniegan de él, una suerte de involucionistas indeseables, extremistas peligrosos dispuestos a dinamitar un trabajo que dura ya sesenta y cinco años. Sin embargo, la globalización ha supuesto una ruptura de ese paradigma correctos/incorrectos. Mientras la bonanza económica lo permite, todo resulta fácil, también construir una casa común con elementos tan distintos, e incompatibles, como la UE. Cuando el dinero deja de engrasar las voluntades, la cosa empieza a crujir por las costuras. Además, en la UE no existe una mentalidad colectiva, sino una suerte de confederación forzosa de mentalidades nacionales desacordes. Así, se perciben los dolores de la unión artificial, un cuerpo al que le cuesta amoldarse a sus nuevos miembros, cada vez más numerosos y dispares. La última ampliación de la UE (con países del Este) ha coincidido con la mayor recesión económica sufrida en una centuria. Superar esta fase es la prueba crucial, de fuego.