Joaquín Marco

Europa, el espejo invertido

El pasado viernes, en la llamada tragedia del Tarajal, en la frontera de Ceuta, entre once y quince personas subsaharianas dejaron sus vidas para poder penetrar en territorio español, una de las fronteras de Europa. El domingo, los suizos, en un referéndum de apretado resultado, votaron contra la inmigración de ciudadanos europeos, quebrando así el acuerdo de Schengen de 2004. Europa es un gran trasatlántico que navega con extraordinaria lentitud, con todas las luces encendidas y que muestra algunas averías por una crisis que afecta no sólo al sur del continente. Los suizos no forman parte de la Unión Europea, pero en 1999 habían aceptado el tratado sobre la libre circulación de personas. Su paro, de un 3,5%, no ha de resultarles inquietante, pero desean taponar la posible emigración de países del este de Europa que ahora se incorporan a la Unión y, a la vez, defender un nacionalismo que ha sido aplaudido por los partidos xenófobos que crecen también en el resto de Europa, especialmente en Francia y Alemania. Sin embargo, el motor de esta nave es Alemania, la que en teoría (y en menor grado Francia) configura el aliento vital de un conjunto dispar de naciones, cada una con su historia a cuestas y sus problemas específicos. Bruselas ha amenazado ya a Suiza con tomar represalias. Al fin y al cabo la mayor parte de las exportaciones de aquel país se dirigen a los países de la Unión, así como la fluida y siempre problemática circulación de capitales.

La votación (en el sistema político suizo los ciudadanos tienen siempre una papeleta a punto de depositar) obligará al Gobierno a trasladar esta decisión en forma de leyes en un plazo no superior a tres años. Cabe decir, además, que Bruselas ya ha adoptado la decisión de suspender el programa Erasmus Plus y el I+D Horizonte 2020. Actualmente un millón de ciudadanos de la UE viven en aquel país. En su mayoría son profesionales cualificados y 230.000 acuden diariamente a su trabajo en Suiza desde países limítrofes. Aunque improbable, la situación de tales personas puede verse modificada, así como la de los suizos, que no van a poder evadir las represalias de la Unión. Un representante de la Comisión Europea declaraba que «la libre circulación de personas forma parte de los acuerdos que tenemos con Suiza, acuerdos que entre otras cosas le dan acceso a nuestro mercado interior. No podemos aceptar restricciones sin que esto tenga consecuencias sobre el resto de los acuerdos». Se aplicaría entonces la «cláusula guillotina», que dejaría sin efecto los tratados y constituiría un grave problema por ambas partes. Convendría preguntarse qué ocurriría si los países europeos, con previa consulta o sin ella, tomaran una decisión parecida. Supondría el retorno a las fronteras interiores y al fin de una Europa ideal, diseñada durante tanto tiempo, aunque tan difícil de llevar a término. Los africanos que llegan a las fronteras del sur, en Italia o en España, desconocen las dificultades que encierra mantener las luces encendidas del trasatlántico. No hay efecto llamada, sino que las condiciones de vida en ciertos países africanos, sumidos en violentas guerras y en el hambre, les lleva, a través de un camino lleno de vicisitudes, a tratar de alcanzar de algún modo el señuelo europeo. Algo semejante sucede en la extensa frontera entre EE UU y México. Los «sin papeles» viven en una angustia que va de la desesperación a la esperanza y en la que no faltan decisiones heroicas.

Cuando se acercan las elecciones al Parlamento Europeo, la votación suiza constituye una seria advertencia. No es improbable que de efectuarse la consulta en otros países miembros de la Unión triunfara un resultado semejante. En los momentos más duros de la crisis económica es cuando más se exacerban los ánimos. Apenas si recordamos aquella inmigración latinoamericana que nos desbordó, junto a la norteafriana, para incrementar un crecimiento que ha acabado resultando un fiasco, aunque ninguna responsabilidad cabe otorgar a quienes trabajaron codo a codo. Lamentablemente, a diferencia de lo que sucede en Suiza, aquella inmigración no estaba cualificada y hoy constituye para España un problema añadido. Los empresarios suizos saben también que si se cierran las puertas se verán abocados a contratar personal autóctono y, como consecuencia, todo resultará más caro. Castigar al inmigrante no suele ser electoralmente perjudicial, antes al contrario. Todo ello no hace sino incrementar el número de los euroescépticos precisamente en las vísperas de unas elecciones en las que el número de votantes no es nunca muy elevado. Ni siquiera los hijos de emigrantes que ya forman parte del censo muestran excesivo interés, más atentos a sus raíces que al país de acogida. El ejemplo suizo afectará también a otros países como Gran Bretaña, tan euroescéptica que David Cameron habrá de convertirse, contra su ala derecha, en un defensor de Europa. Ya Nigel Farage, líder del UKIP (Partido para la Independencia de Reino Unido), ante los resultados suizos declaró que era «una noticia maravillosa para los amantes de la soberanía nacional y libertad en Europa». Farage, que bordea el racismo en sus actitudes, comentó que «no es una cuestión de raza sino de espacio», lo que viene a recordarnos el lema del espacio vital que utilizaron los nazis en sus campañas propagandísticas. Acosada por el sur, sin admitir los problemas fronterizos que la acucian, a la UE le ha salido ahora Suiza, incómoda criada respondona. Se tratará de reducir los efectos, en lo posible, de una votación que podría poner patas arriba la economía y la vida del país. Pero el franco suizo pesa mucho en la zona y el 56% de sus exportaciones tiene como destino Europa.