José Jiménez Lozano
Europeos supervivientes
Bien pensado, lo que nos resulta sorprendente es que Europa, que era desde siglos nuestra propia casa, nos ofrezca la sensación de que nosotros, los europeos, no somos ya otra cosa que una especie de supervivientes de una cultura que ahora parece desplomarse, y que ya ni siquiera es un elenco de nombres del pensamiento y el arte y una serie de lugares ligados a esas realidades del pasado o a momentos fundantes de su historia, muchos de los cuales han sido arruinados por incuria o negocio, y el hueco que han dejado, con parecernos que es una contrariedad para el turismo, no es percibido como el desastre que ya hace años describía el gran romanista Gaston Boissier, refiriéndose a la caída de Roma. Porque «ya hacía tiempo que Roma no era Roma», y «lo que aún seguía llamándose por costumbre el pueblo romano (era un) pueblo miserable, que vivía de las liberalidades de los particulares o de las limosnas del Estado, que no tenía ya ni recuerdos, ni tradiciones, ni espíritu político, ni carácter nacional, ni tampoco moralidad».
El mito de aquella jovencita Europa que, estando un día en la playa se subió a lomos de un toro blanco a la más leve invitación de éste, y sin previas referencias de ningún tipo acerca de su identidad, nos ha relativizado siempre bastante muchas de las cosas ocurridas luego a esa Europa; porque, respecto a otras, hay algo así como un consenso más moderno para ni mentarlas siquiera., y el caso más llamativo es, sin duda, el de la vieja historia cristiana en el Continente. El simple apuntar hacia estas realidades no sólo parece de mala educación, sino absolutamente inconveniente o contra lo «políticamente correcto», que es pura rígida ortodoxia y gramática infecta, o silencios enterradores aldeas de Potemkin. Porque inviernos y noches ha tenido Europa, pero nunca heló tanto en ella, como para decidirla, ahora, a aborrecer su historia, y a tratar de borrarla, hasta desaparecer de sí misma, no ya como en los cincuenta se decía que Roma no estaba en Roma, sino con la radicalidad con que China dejó de ser reconocible después del señor Mao y ahora tiene que importar las novelas de la Sra. Pearl S. Buck hasta para reconocer las ruinas de las obras de sus padres. Y quizás es ya con esto con lo que hemos de conformarnos nosotros para que, oyendo hablar, en la «dulce vita» de nuestra alta política y cultura, de la «Santa Cena» de un tal Leonardo da Vinci, no lo tomemos por la presentación al público de un nuevo menú de la «nouvelle cuisine», y nos llevemos un chasco no encontrando allí ninguno de los Petronios, habituales en estos festejos. Y, si nos referimos a una antigua abadía, por ejemplo, para saber a qué atenernos, la describamos al menos como «edificio residual de una antigua superstición», que curiosamente se cuidaba del «nasciturus» y no permitía el asesinato de Estado, llamado eufemísticamente eutanasia, para los viejos y los niños enfermos.
Ciertamente, civilización y europeidad significaron esto, entre otras realidades y se sabía a qué atenerse, ahora debe estar claro que el señor Da Vinci pintó una cena pero no invitaba a una cena, y que la Europa que luchó contra Hitler no ha hecho otra cosa, además de una exitosa industria cultural con el antinazismo, sino adoptar las mismas prácticas nazis que quienes lucharon contra él consideraron criminales.
Y la explicación posible es que Europa ya no es Europa, y que ha adoptado esas prácticas, seguramente porque los vencedores del nazismo han sido culturalmente vencidos y asimilados. O han entrado en una estancia superior de la cultura moderna, quizás la de los «hombres felices y redondos» que decía el señor Nietzsche, y están adoctrinándonos en el hecho de cuán ínfimas inteligencias y cuán pobres ocurrencias tenían los antiguos europeos, incluidos los luchadores antinacionalsocialistas, comparadas con las nuestras, según el señor Russell ya anunció que nos atreveríamos a pensar un día, en medio del deshonor y la inconsciencia.
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