Alfonso Ussía
Experiencia
Me sorprendió una llamada de Adolfo Suárez. –¿Me aceptas un café en mi despacho pasado mañana a las 9?–. Le respondí que se lo aceptaba encantado. No hizo falta que le preguntara el motivo de la inesperada invitación. Se adelantó a mi pregunta. –Para hablar. Sólo para hablar–. Dos mañanas después me recibía en su despacho de la calle Antonio Maura. Corrían –y de qué manera– los últimos meses de Felipe González al frente del Gobierno. Durante nuestra charla le llamó Felipe González pidiéndole consejo. –Está desanimado–.
Me mostró sus escritos políticos. Folios y folios de manuscritos con sus recuerdos y teorías, que hoy estarán, probablemente, en manos de su hijo Adolfo, en quien confiaba plenamente.
–Conté con la ayuda y la confianza del Rey en todo momento, y me apoyé en la sabiduría de Torcuato Fernández-Miranda. Pero ahora sería mucho mejor Presidente del Gobierno. No cometería los errores que cometí. La política es experiencia y veteranía. Sólo eso–.
La edad. Albert Rivera ha puesto en duda la importancia favorable del tiempo vivido. Es joven y cree ciegamente en su ventaja cronológica.
La edad ha cambiado. Cánovas, Sagasta, Canalejas y Dato eran mayores cuando hicieron la Primera Comunión. Churchill fue siempre un vetusto genial. Adenauer, uno de los padres de Europa, parecía un anciano venerable. La edad y el concepto de la preferencia de la juventud sobre el otoño vital mutan con Kennedy. Adolfo Suárez fue la gran sorpresa, la apuesta decidida del Rey y don Torcuato, que consiguió meterlo en la terna con calzador. Arias Navarro no se había repuesto todavía del monumental cabreo. El Rey le cambia el escenario de su despacho habitual. Cita a Arias en el Palacio Real. –Qué se habrá creído ese jovencito–, comenta Arias a sus íntimos colaboradores. Y el Rey no se anda por las ramas. – Quiero darte las gracias por tus servicios, Presidente. He decidido, con cierto retraso, aceptar tu dimisión–. Se la había presentado por mera cortesía institucional cuando el Rey le encomendó formar Gobierno. Trinaba al abandonar el Palacio Real. –¡Este niñato me acaba de echar!–.
Adolfo Suárez acertó y erró, como todos los gobernantes. Algunos han errado más que acertado, y cada vez que me miro los pies y veo mis zapatos, lo confirmo. Pero Adolfo Suárez, ya retirado de la política y en la soledad de su despacho, sabía lo que antaño ignoró. Que la experiencia y la edad son fundamentales para hacer política. Y que la juventud puede ser un valor añadido, pero no el valor primordial de un político. –Está desanimado. Le han ido mal las cosas en los últimos años. Pero sin escándalos de por medio, hoy Felipe González sería mucho mejor Presidente del Gobierno que hace catorce años–.
Albert Rivera ha intentado rectificar, pero sus palabras han quedado grabadas y asumidas. Diez años más y no las habría pronunciado. La ciencia de la política no está en el estudio ni nace inesperadamente. Crece con la experiencia. Creo que Rivera es un joven inteligente, valiente y con muy buenas intenciones para gestionar la política. Pero le falta la asignatura pendiente, la gran asignatura, la más complicada de aprobar, y que sólo se supera con la experiencia. Todo esto que escribo puede resultar contraproducente y parecer liviano. Resumo, con elementalidad, aquella charla informal con un gran político que se topó con la soledad cuando se sentía más capacitado para administrar el poder.
Una cosa es jugar al tenis y otra muy diferente, gobernar. Soy viejo para el tenis, pero joven para el ejercicio político. Y aquí me ves. Me llaman, aconsejo, escribo, me aburro, y los jóvenes desprecian lo más importante que tengo. La experiencia.
Por si alguien lo considera oportuno.
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