Restringido

Foto de familia

«La familia, (...) la ambición, esos segundos y últimos amores del hombre», escribe Alejandro Dumas en «La dama de las camelias». Adolfo Suárez lo supo muy bien. Fue la familia, acosada por las desgracias, la que le obligó a abandonar su amor primero, su gran ambición: la política. Y ha acabado sus días cuando ya había perdido la ambición y la memoria y se había convertido en un ser desvalido, cobijado en el refugio cálido de la casa familiar, ayudado silenciosa y heroicamente por los suyos. Cuando, como dice el psicólogo norteamericano Skinner, «el hecho más significativo de nuestro tiempo es el creciente debilitamiento de la familia», esta foto de la gran familia Suárez, enlutada y digna, ante la puerta de los leones del Congreso de los Diputados, en su despedida pública, parece indicar que aún queda esperanza. No faltarán, sin embargo, los que, una vez pasado el luto oficial y rendidos los honores de rigor, intenten escarbar morbosamente en el reparto de su herencia, en las pequeñas desavenencias y en el juego endiablado de las ambiciones. Me parece que este nuevo acoso y derribo, con olor pestilente, ya ha comenzado. Se describen estos días, sin esperar a que cese el eco de las campanas de Ávila doblando a muerto, escenas imaginarias de reyertas, distanciamientos y pequeñas miserias en el seno familiar por la herencia del Ducado que le concedió el Rey cuando Adolfo Suárez dimitió, cargado de amargura y abandonado de todos, como presidente del Gobierno. Desde el principio, el título nobiliario ha sido –parece una maldición– motivo de discordia. Su concesión, sin que Suárez cumpliera entonces su compromiso de abandonar la política activa, generó un serio desencuentro, afortunadamente pasajero, entre Suárez y el Rey. Ahora no tendría que haber conflicto: Alejandra, la hija de Mariam, es la legítima heredera; Adolfo Suárez Illana, el hijo que ha llevado dignamente el peso de la representación familiar, bien se merecería otro reconocimiento. Las legítimas aspiraciones de sus herederos no deberían ser motivo serio de desavenencias familiares, como algunos airean irresponsablemente. Como en cualquier familia, en ésta hay sin duda sus más y sus menos, que a nadie deberían sorprender ni escandalizar. La verdad es que estamos –ahí la tienen– ante una familia española muy variada, con distintas sensibilidades, pero depositaria de una herencia espiritual común de respeto y dignidad.