José Luis Alvite

Fuego meado (III)

Fuego meado (III)
Fuego meado (III)larazon

Me desentendí de sus sugerencias como pude y seguí visitándola en su casa. La idea de alquilar un piso al otro lado de la ciudad no era desde luego lo que esperaba de ella. Necesitaba una alternativa más fuerte, algo que en vez de disminuir la tensión aumentase el peligro y nos obligase a tomar una determinación dramática, un giro inesperado que, además de confirmarnos como amantes, nos uniese en la custodia del secreto de algo verdaderamente inconfesable. Mi idea era entonces que dos amantes no podrían conseguir el placer de la gloria si camino de alcanzar el paraíso no les saliese al encuentro el grave riesgo de pisar la cárcel. Se lo había dicho la primera vez que bailamos juntos en aquel húmedo local sin gente en el que la pista se oscurecía aún más al encenderse la lepra de la luz. «No sabría decirte qué es exactamente lo que me ocurre contigo, pero creo que por primera vez me doy cuenta de que eres la clase de mujer tentadora y complicada con la que sería feliz compartiendo al mismo tiempo mi dinero, tu codicia y un cargo de conciencia». Ella se refugió con ahínco entre mis brazos como si con aquel pensamiento la hubiese cogido el frío. «¿Matarías por mí?», preguntó casi con rutina, sin darle demasiada importancia, como si supiese la respuesta. Enterré mis narices en el aliento pecuario de su abundante mata de pelo negro y aspiré su olor a caballeriza, el perfume carnal y cobrizo de aquella melena en la que me pareció que contenía su estampida la yeguada ciega del sexo. ¿Por qué diablos no habría apalabrado con ella aquella noche el crimen que además de confirmarnos como amantes nos convirtiese en cómplices? Comparada con aquella posibilidad, la idea de mudarnos a un piso a las afueras me resultaba un riesgo sin la menor emoción. Era como asaltar un banco y abrir allí mismo una cuenta con el dinero del botín...