José Luis Alvite

Fuego meado (y VII)

Fuego meado (y VII)
Fuego meado (y VII)larazon

Cenamos sin problemas en el Gran Hotel de La Toja. Aunque elegí una mesa al final del comedor, mi chica llamaba tanto la atención que fue como si aquel rincón estuviese en la mitad del salón. Ella me sugirió que le pidiese «algo elegante, ya sabes, una de esas recetas francesas que no sabría pronunciar». Me pareció una buena idea, así que al ordenar el menú le sugerí al camarero que nos trajese «algo a juego con su vestido, para ella, y para mí, si es tan amable, cualquier cosa que al salpicar no perfore mi corbata». El camarero sonrió con una mezcla de profesionalidad y cachondeo, se dio la vuelta y desanduvo sus pasos con esa elegante y silenciosa elasticidad que en un soldado sería sin duda cobardía. Miré a mi chica y pensé que, en medio de aquel silencio, tan sólo una semana antes se habría escuchado con absoluta claridad el litúrgico goteo de su ovulación, como un estribillo de amatistas derramándose en la patena de la comunión. Entonces ella buscó mis ojos con su mirada y me dijo: «No volveremos a vernos. Sólo necesitaba una noche así, algo elegante en lo que pensar cuando esté de regreso en mi dormitorio y me cueste conciliar el sueño en esa cama en la que decías que relinchaban el aliento, el somier y los besos. Siempre supe que jamás matarías por mí. Sé que un día contarás lo ocurrido entre nosotros y que entonces tu cobardía parecerá que fue inteligencia. No importa. Nunca creí que lo nuestro saldría bien. Nos destruiría la rutina de la felicidad. Somos como esos jugadores que apuestan atraídos por el riesgo de perder. No digas nada. Devuélveme a la calle en la que vivía y si algún día nos encontrarnos, por favor, repíteme lo que me escribiste aquella noche en un posavasos de papel: ''¿De verdad no eres un escalofrío de niebla al final del humo?''».