Ángela Vallvey

Funcionarios

Debido a una enfermedad nerviosa recientemente adquirida tras una inenarrable inspección tributaria, mi amiga, la artista Mariartistilla, cuando pisa una delegación de Hacienda no tarda en llorar desconsoladamente de puro terror e impotencia. Y si no está medicada, se convierte en una plañidera egipcia sin paga ni lacrimatorio que deambula entre las mesas de atención al contribuyente con su número de turno en la mano temblorosa y la mirada extraviada de una tontiloca. Comparadas con ella intentando realizar un sencillo trámite fiscal, las arcadas de Messi parecen mero postureo.

La semana pasada acudió a la sede de la Agencia Tributaria sita en la calle Guzmán el Bueno de Madrid para una diligencia y tuvo un ataque de ansiedad al ver que no lograría su propósito (un papelito que le exigen para poder cobrar facturas pendientes). La atendió una amable funcionaria. Una señora en cuyos ojos se pintó la compasión nada más verla. Mariartistilla debía ofrecer un aspecto lamentable, patético. Cualquiera hubiese sentido rechazo, pero esa mujer sensible y humanitaria la encaminó hacia el Jefe de Recaudación que, por suerte, también era una persona prudente, benéfica. Ambos, ejemplos de que España cuenta con notables funcionarios que están de verdad al servicio del ciudadano, mientras que muchos cargos políticos piensan que es el ciudadano quien debe estar esclavizado a las órdenes de la Administración.

Esta anécdota me reafirma en la idea de que necesitamos una Administración del Estado profesional, independiente, meritocrática, capaz de hacer funcionar el país sin ninguna injerencia política. Un cuerpo funcionarial que esté por encima de los deseos políticos de turno, que sea inmune a sus presiones y que gestione España con criterios de racionalidad, servicio público y eficiencia. Gente preparada para llevar a cabo un proyecto así –verbigracia, los dos funcionarios que menciono–, por fortuna tenemos de sobra.