Música

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¡Fusilen a Lou Reed!

La Razón
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Por pura casualidad coincide mi relectura de la biografía que Victor Bockris dedicó a Lou Reed con el escándalo desatado en la Universidad canadiense de Guelph a cuenta de «Walk on the wild side». Un poco de historia. La canción, de 1972, ofrece una sucesión de estampas del underground neoyorquino, poblado por las coloristas criaturas a la vera de Andy Warhol. Ya saben, travestis, prostitutos, etc. Reed sabía de lo que hablaba. No sólo ejerció como santón dilecto del universo Factory durante una temporada. Su grupo, la Velvet Underground, posiblemente el más influyente en la historia del pop tras los Beatles, recibió el inicial padrinazgo de un Warhol rápidamente descantado. Es decir, mosqueado porque Reed, John Cale y cia. fueron vetados por las emisoras radiofónicas y las ventas de aquel primer disco, majestuoso y eterno, fueron mínimas. Aparte, había demasiados egos revueltos en la aventura. Pero a lo que iba. Lou Reed, el escritor que amaba por igual a Doc Pomus, Ornette Coleman y Raymond Chandler, el rockero ilustrado y salvaje que aspira a ser, al mismo tiempo, William Blake, Chuck Berry y Lenny Bruce, presumía de su bisexualidad y, durante años, fue pareja de Rachel, un vistoso travesti. De forma inevitable, la sensual y decadente «Walk on the wild side» fue adoptada como uno de los himnos del movimiento de liberación homosexual. Pero hablamos de los setenta. Hoy, el heterodoxo y mercurial Reed pasa por homófobo. Al menos a ojos de los estudiantes de Guelph: alguien pinchó la canción en un acto y alguien, ofendido, protestó. Al parecer la letra establece inquietantes paralelismos entre las personas transgénero y un cierto estilo de vida, hum, pericoloso. ¡Menudo descubrimiento! ¡Hay que ser hachas! ¿Qué esperaban del poeta de un Lower East Side repleto de artistas y yonquis, generalmente artistas/yonquis, del tipo que ejerció durante años como el auténtico rock and roll animal, de alguien que presumía de inyectarse speed y hablaba de lo que veía en una Nueva York acelerada, nihilista, drogota, violenta, confusa, atormentada, brillante y vibrante, y que no podía estar más lejos del sueño celeste que a finales de los sesenta protagonizaron los hippis de San Francisco? Francamente, ya no sé cómo tomármelo. Mi impresión es que, más allá de la claustrofóbica corrección política, estamos ante el enésimo caso de falta de comprensión lectora. Incapaces de contextualizar, mimados por unas instituciones y unos padres hiperprotectores, muchos jóvenes progresistas actúan con idéntico celo opresor al de sus abuelos más reaccionarios. Peor todavía. Han perdido la capacidad para desarrollar los anticuerpos intelectuales imprescindibles para operar en el mundo adulto. De ahí que rechacen debatir con quien pone en solfa su argumentario. Que asuman como una agresión cualquier cuña en la burbuja perfectamente amueblada de unos ideales tan estupendos como naifs. Chiquillos. Nos aman tanto, quieren proteger a los desvalidos con tanta saña, que acabarán por ahogarnos a besos. Sepultados bajo la baba de un amor que poco tiene que envidiar a los abusos de la mejor censura. Todo esto podría corregirse si alguien les enseñara a leer, aunque para muchos, ay, ya es tarde.