José Luis Alvite
Gafas de leer
No tengo nada en contra de que en las ferias literarias triunfen esos personajes que le deben su popularidad a la televisión, se sientan en sus casetas y firman centenares de libros. Muchos de sus seguidores son personas que compran libros con el convencimiento de que por suerte no encontrarán ocasión para leerlos, como hacen los coleccionistas de armas, que adquieren pistolas y escopetas que no disparan. Lo que se busca es la firma del autor, sin otra pretensión. En una ocasión firmé ejemplares en unos grandes almacenes de una ciudad con playa. Era verano, hacía calor y se me acercó un tipo calzado con chanclas que me pidió que le echase una firma en su toalla de baño. Agradecí su franqueza y le escribí una dedicatoria. Después recogí los bártulos y me largué con la sensación de que aquel tipo me había pedido una firma porque no encontró a mano al surfista de moda. También pensé que si escribiese una novela basada en un asesinato real, firmaría menos ejemplares que si fuese yo el asesino. Hay gente que adquiere libros de cocina con el dinero que ese día necesitaría para comprar comida. Y tengo un amigo que va en verano a las casetas de los libreros porque son el único sitio de la ciudad en el que regalan los abanicos, de modo que entienden la literatura como un agradable refrigerio. Comprar libros para no leerlos es algo tan legítimo como sin duda lo es escribir cartas y no echarlas al correo. Además de pozos de sabiduría, los libros son también una manera segura de ahorrar la pintura de la pared y tener localizado el polvo. Y puesto que cada ejemplar que se presta raras veces se recupera, un libro puede ser también un recurso para perder amigos. A mí lo que me fascina de la literatura es dar con una de esas mujeres tan cultas que en la cama jamás pierden juntos el control y las gafas de leer.
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