José Luis Alvite
Gettysburg
Se cumplirán en noviembre 150 años desde que Abraham Lincoln pronunció su célebre discurso en el cementerio erigido en el campo de batalla de Gettysburg, cuatro meses después de concluida la lucha, cuando ni el enterrador ni la muerte había recuperado aún el resuello. Fue un discurso sencillo, sin referencias culturales, sin citas ni rodeos, algo que podría haber dicho sin tener en la boca una gota de saliva. No hubo en su alocución una sola nota de descalificación hacia el enemigo, ni de jactancia por el favorable curso de la guerra. Después de leer muchas veces sus palabras, no me cabe duda de que más prudente para no ofender a los militares derrotados solo hubiese sido el presidente Lincoln en el caso de ser uno de ellos. Necesitó apenas tres centenares de palabras para demostrar que había sabido encajar la victoria y que más allá de la artillería y de las pasiones lo importante era la reconciliación, la unidad y la perduración de la democracia. En el acto intervino también al afamado orador Edward Everett, que leyó durante dos horas casi 14.000 palabras en uno de esos discursos que resultan más demoledores que la batalla que pretenden conmemorar. Es algo parecido a lo que ocurre en España cuando al recordar la Guerra Civil ponemos un entusiasmo más sectario y más destructivo que el que en su día emplearon quienes lucharon en ella. Muchas veces me pregunto qué actitud habrían adoptado aquellos soldados si supiesen que lo que hicieron en la guerra no fue mucho peor que lo que quienes les sucedieron hicieron al sobrevenir sin remedio la paz. Vivimos en un país en el que por desgracia no está bien visto que los bomberos no aprovechen los incendios para avivar el fuego, el mismo país en el que Abraham Lincoln sería expulsado del debate de «La Noria» por emplear trescientas palabras en hacer menos daño que el que podría causar su silencio.
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