Pilar Ferrer

Gigantes y cabezudos

La fecha ya era inédita. Nunca un primero de agosto tuvo lugar una comparecencia parlamentaria de tanta expectación. Y además, en el Senado, cosa que puso de mal humor a muchos diputados. Acostumbrados ellos al Congreso, con sus individuales y espaciosos despachos, el Palacio de la Cámara Alta les resulta incómodo, con estrecheces. «Raquítico, aquí es todo raquítico», farfullaba la locuaz Rosa Díez, con esa cara de chica siempre enfadada. El toque de color lo ponían algunos funcionarios, en horas extra durante este Pleno singular, que les ha retrasado un día las vacaciones. «Turno de guardia», decía uno, que naturalmente se cobra y viene bien para enfilar el descanso veraniego. No hay mal que por bien no venga.

La que nunca se queja, y para dar ejemplo llegó la primera, Soraya Sáenz de Santamaría. Impecable, con su abultada cartera de Vicepresidenta, encaró con sosiego a la nube de periodistas. El Gobierno no necesita tranquilizantes y el tal Bárcenas no le quita el sueño, vino a ser la consigna oficial. La siguió Jesús Posada, presidente desplazado de Cámara, sabedor del tenso debate que le esperaba. Tampoco se inmuta, todo un profesional que nada más acabar acude a su tierra soriana, en concreto al Burgo de Osma, dónde se propina buenas caminatas, junto a otro paisano ilustre, Juan José Lucas. Porque así estaban Sus Señorías: entre el fastidio de estar en Madrid, cuarenta grados a la sombra, en un hemiciclo mal climatizado, y las ganas de hincarle el diente a Mariano Rajoy con la figura del ex tesorero.

Y llegó la tromba de Mariano. Con su traje azul y corbata a rayas, dardo tras dardo. Con ese Pérez, apellido que con tanta cortesía le antepone a Rubalcaba. Un recurso dialéctico calculado. Hasta que lanzó el rayo supremo, Roldán, director de la Guardia Civil. La bancada popular hervía de gozo. La socialista, de funeral. Alfredo mascaba un chicle, en intento de deglutir el trago. Elena Valenciano agitaba su abanico como defensa ante el aire cargado. A su vera, Gaspar Zarrías, se preguntaba quién era ese Bertrand Russell a quien Rajoy había citado: «La calumnia es siempre sencilla y verosímil». Toma ya, filosofía británica, lógica y pura, para un jienense por cuya cabeza revolotean los falsos ERE.

En una tribuna de invitados, a tener en cuenta rostros conocidos. Pío García Escudero, en su Casa, hoy trasladado, exultante. Ni qué decir de la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, ella muy suya, presente en un debate cuyas consecuencias la intentan implicar. A su lado, dos damas socialistas, Rosa Conde y Carmen Alborch, con cara de circunstancias. Ay, señor, musitaban, con Felipe estábamos mejor. Y tanto. No olvidemos a los catalanes, Duran i Lleida, elegante, confiado en la palabra del presidente del Gobierno frente al inquilino de Soto del Real, con permiso para que los suyos se quitaran la corbata. La temperatura en el Senado era fina, y así lo hizo, el primero, Sánchez Llibre.

De Cayo Lara, ni hablamos, tosco y zafio. Ya lo dijo Emilio Olabarría, el mejor diputado del PNV: La política no puede ir a remolque de los Tribunales. Muy cierto. Y lo afirma un nacionalista vasco, que fue consejero del Poder Judicial. La pizpireta Rosa Díez, qué trago de señora, siempre enojada, hasta en la puerta de salida. Al final, una sesión un tanto zarzuelera. Conclusión: Rajoy, un gigante de la oratoria, con la honradez por delante. Rubalcaba, un cabezudo empecinado, amarrado a Bárcenas como tabla de salvación de su liderazgo.