Luis Alejandre
Guerra y paz en el siglo XXI
El «no a la guerra» fue grito; fue pancarta, logo, imagen, pose, colgante, tatuaje, bandera. También fue baza electoral que, bien orquestada, ayudó a ganar unas elecciones que nos dejaron lo que nos dejaron, bien me entiende el lector. Parecía que tras el derrumbe del Muro de Berlín, todos íbamos a ser buenos. Miren hoy el mapa del mundo.
En una reciente entrevista, D. José Pedro Pérez-Llorca, ministro de Asuntos Exteriores con Suárez y Calvo Sotelo, dejaba una frase bien significativa: «A mi despacho llegaban casi cada día los gritos de “OTAN NO”; uno de los que más vociferaba era Javier Solana». Sin comentarios. Eran quizás los últimos rescoldos, de aquella ideológicamente caliente, Guerra Fría.
El pasado domingo día 2, un grupo residual de esta guerra, formado por algo menos de mil personas –ellos deben contabilizar decenas de miles– se plantaba frente a las vallas de la Base Naval de Rota, arremetiendo voz en grito contra «el vasallaje del Gobierno a Washington», y los de siempre «americanos go home», «bases fuera». etc. Llevan casi treinta años montando esta romería. También es cierto que si un día dejan de hacerlo, los echaran de menos en la Base. Ya forman parte del decorado.
Pero para nada citaron, que si bien Rota y Morón dan soporte al despliegue de la coalición internacional que intenta «neutralizar» a estos bárbaros asesinos del EI, también estarán operativas para luchar contra el ébola en África. Lo ratificó el ministro Morenés a mediados de octubre en la Embajada de España en Washington. Para nada dijeron que EE.UU. está mandando un fuerte contingente con 4.000 efectivos especializados a Liberia, para ayudar a contener el foco de la epidemia in situ.
Ahí quedan los últimos vestigios de rancio antiamericanismo –«que se levanten ellos al paso de su bandera»– o de nostálgico comunismo ultramontano. No más. Porque regresando tropas españolas a Iraq formando parte de otra coalición internacional liderada también por EE.UU, la contestación política y social ha sido nula. Algo ha cambiado en nuestra sociedad, sin desdeñar el buen hacer del Gobierno y de su ministro de Defensa, por las «lecciones aprendidas» de antaño. Consenso más que positivo, especialmente pensando en las tropas desplegadas. Es muy incómodo no sentirse respaldado por parte de tu sociedad cuando sacrificas familia, tiempo y muchas veces salud.
España es hoy, con más de 2.000 soldados y marinos desplegados en doce operaciones, el quinto país del mundo, mayor contribuyente en esfuerzos de estabilización. Deberíamos sentirnos orgullosos de que un general español –García Vaquero– mande las fuerzas desplegadas en Mali o de que una teniente coronel de Sanidad –Ana Betegón– mande el Hospital Role 2 de Herat en Afganistán, donde aún despliegan más de 300 soldados españoles. Betegón ya había servido en seis ocasiones en el país asiático. Es decir, que no solamente cubrimos plantillas, sino que además las cubrimos con gente altamente preparada. No se dónde están hoy los vocingleros que consiguieron nuestra retirada de Irak en 2004. Por supuesto, la misión había empezado con mal pie, no la condujo bien la Administración norteamericana y acabó con prisas y con el trabajo a medio hacer. Ahora hay que volver. El general americano Wesley Clark, que fue comandante general de la OTAN, señalaba que el mayor error de cálculo de los estrategas de Washington fue «no haber previsto qué hacer después de la victoria militar»; añadiendo, «un mundo interdependiente no acepta ya el predominio de una nación sobre otras». En resumen diría que se ganó la guerra, para perder a continuación la paz. Los errores en política internacional se pagan caros. No hace falta recordar aquel fatídico Armisticio firmado en un vagón de tren en el bosque de Compiègne en 1918, que ponía fin a la primera Guerra Mundial, pero abría la puerta a la Segunda.
Volveremos a Irak, como seguramente deberemos volver a Libia. El país que antes de que fuese revocado Gadafi tenía el PIB y la esperanza de vida más altos de Africa, está hoy sumergido en un caos de milicias sin control y que «de facto» sostienen dos gobiernos enfrentados. A pesar de los esfuerzos del enviado especial de Naciones Unidas, el español Bernardino León, todos los indicios conducen al desencadenamiento de una guerra civil: ambos están armados; ambos controlan una parte del territorio –milicias de Zintán al suroeste de Trípoli y milicias de Misrata al este del país–; no tienen problemas de financiación porque siempre encontraran a ventajistas pescadores en rio revuelto. Nada nuevo. Mientras en suelo patrio nos desangramos entre pulsos políticos, robos de guante blanco y desgarros morales, unos uniformados españoles se despliegan en áreas más necesitadas, en mundos de refugiados, de desplazados, de dolor y de falta de esperanza. Su actitud debería servirnos de estímulo. Pero me temo que no suceda así ante una maltrecha sociedad, aunque hoy dé por superado aquel «no a la guerra».
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