Alfonso Ussía
Ha muerto el muerto
No me ha entristecido especialmente la noticia del fallecimiento del actor Micky Rooney. Lo daba por muerto hace veinte años, aproximadamente. Cuando fallece un muerto el dolor es siempre más asimilable. En sus maravillosas «Memorias» de Hollywood, David Niven, que además de un elegantísimo actor inglés era un formidable escritor, narra una situación muy divertida con la muerte de por medio. Niven hablaba un inglés tan perfecto y de alta clase que en sus primeras películas americanas doblaban su voz para que el público lo entendiera. Aquello de Bernard Shaw: «Inglaterra y los Estados Unidos, dos naciones hermanas sólo separadas por el idioma».
Niven se recrea en el fallecimiento de un importante productor. Posiblemente Goldwyn. Iba a ser enterrado en lo alto de una colina a la que se accedía por una jugosa pradera ascendente. En su testamento nombraba a quienes tenían que llevar su ataúd y su orden de posición. En la primera fila, a la izquierda, Gary Cooper, que superaba los ciento noventa centímetros. A la derecha, Micky Rooney. Detrás de Rooney, Gregory Peck, y a la altura de Peck en el lado opuesto, otro bajito. En pleno ascenso hacia la colina, el féretro resbaló por los hombros de sus portadores y se deslizó hacia la carretera, mientras la familia Goldwyn lloraba y sus actores corrían desesperadamente para impedir la colisión de un coche con el ataúd del productor.
Más desconcertante aún que se muera un muerto es encontrarse con un fallecido en una cena. Me sucedió con un reputado médico al que, ignoro los motivos que me llevaron a ello, creía ya en los azules infinitos y ajeno a los problemas terrenales. Se trató de una resurrección muy interesante, porque el fallecido era, además de un gran médico, un hombre de mundo y de hondo humor, y estuvo muy ocurrente durante la chocante velada.
En Inglaterra, cuando «Harrod's» era de propietarios británicos y el «Times» el ejemplo de un periódico bien informado, se decía que «Nada había en el mundo que no se pudiera comprar en Harrod's, y que el "Times"jamás se habia equivocado en una noticia». En tres días se tambaleó el imperio. Un tejano millonario, sólo para molestar, entró en «Harrod,'s» con la intención de comprar un rinoceronte vivo. Le dijeron que no tenían ninguno disponible en esos momentos, pero que se lo mandarían a Tejas. Abonó una cantidad en garantía y diez días más tarde lo tenía en sus planicies tejanas embistiendo a los que trabajaban en sus pozos petrolíferos. Pero con el «Times» hubo que recurrir a un truco. Su Gracia el Duque de Bedford, que andaba pachucho, leyó en la sección de necrológicas: «Ha fallecido el Duque de Bedford». Bedford llamó al director para hacerle partícipe de su estupor. A Bedford le importó un bledo la noticia de su fallecimiento, pero como viejo suscriptor y lector del «Times» le molestó sobremanera la equivocación. Y se pactó la solución del engorroso asunto. Al día siguiente, en la sección de «Natalicios» se leía: «Ha nacido nuevamente el Duque de Bedford». Todo, menos que el «Times» reconociera un error informativo.
Cuando falleció el Papa Juan Pablo I, que no cumplió ni un mes en la Silla de Pedro, el gran escritor catalán Néstor Luján, acudió a la habitación de su anciana madre para informarle de la luctuosa novedad. «Madre, se ha muerto el Papa». Y la madre, con toda naturalidad y nada afectada le preguntó: «¿Otra vez?». Me ha sucedido más o menos lo mismo con Micky Rooney, del que me entero ahora que anteayer estaba vivo con noventa y tres años. Pero no he sentido alarma, tristeza ni emoción alguna. Para mí ya estaba muerto, y un muerto que fallece por segunda vez, es un muerto poco aprovechable para transmitir emociones. Descanse en paz de nuevo.
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