Política

Abel Hernández

Había una vez un Rey

Había una vez un Rey
Había una vez un Reylarazon

Hace un mes y pico llamó el cartero una mañana a la puerta de mi casa. Traía una carta certificada. Por todo remite figuraba una pequeña corona. Y debajo un sello en tinta azul, con un escudo, una estrella y un letrero que decía: Casa de S. M. el Rey. Me recordó a «El cartero del Rey», de Rabindranath Tagore. La abrí con curiosidad y una cierta emoción. En efecto, era una carta del Rey Juan Carlos, encabezada por un cariñoso «Querido Abel», escrito de su puño y letra, y que concluía con «Un fuerte abrazo», también a mano, seguido de la firma característica, la misma firma que he visto en el breve documento de la abdicación que ha entregado al presidente del Gobierno. En la carta me daba las gracias por mi libro «Secretos de la Transición», que yo le había enviado dedicado y que él había «hojeado con el mayor interés». La verdad es que le agradecí el detalle y guardo esta carta, aunque no es la primera, con especial aprecio. Ahora he sabido que cuando la escribió ya tenía decidida su despedida del trono. La tomo, pues, ahora como una despedida personal.

Un día, hace ya muchos años, me dijo en su despacho de La Zarzuela, con la campechanía que le caracteriza: «Nosotros somos amigos, ¿eh?». Y yo no tuve más remedio que responderle: «No, no, señor, los reyes no tienen amigos». Él bajó la cabeza, como asintiendo, y observé por primera vez la tristeza de su mirada. Luego he comprobado que es una característica de su fisonomía. Por debajo de su jovialidad, la tristeza de sus ojos le ha acompañado toda su vida, desde que a los ocho años quedó internado, lejos de la familia, en un frío colegio-seminario de Friburgo y, cuando, poco más adelante, el 8 de noviembre de 1948 por la noche, en un apeadero de Lisboa arrancó el Lusitania Express que lo trasladaba a España, un país soñado y desconocido, solo, entre unos señores provectos y extraños que le hacían reverencias. La larga soledad de Don Juan Carlos empieza a la mañana siguiente, como dice José Luis de Vilallonga, cuando se apea, con diez años, en el andén de la estación de Villaverde, batida por el viento helado de la sierra, y desde entonces se convierte en una pelota de ping-pong, a merced del juego político que se traían entre manos su padre y Franco, por lo demás, enemigos irreconciliables. Arrancado de la familia, con un padre, que lo educó con dureza, más interesado en el heredero de la institución que en el hijo, y cargando sobre sus débiles hombros de niño una insoportable responsabilidad, perdió la infancia y la juventud, y la soledad no le ha abandonado desde entonces en toda su vida.

Esta sensación se apoderó de mí cuando contemplé su abdicación. El Rey está solo, pensé, más solo que nunca. Por eso se va. Hasta los españoles han dejado de ser «juancarlistas». Ya nadie le agradece siquiera los enormes servicios prestados. Sin él, la llegada y el mantenimiento de la democracia habrían sido imposibles durante mucho tiempo. Con los fallos personales y los enredos judiciales, la Familia Real ha sufrido graves destrozos en la convivencia y hace tiempo que ha dejado de ser para él un refugio cálido y seguro, tan necesario cuando uno se acerca, cargado de achaques, al crepúsculo de su vida. Esta tremenda soledad se le agudizó con la muerte de Adolfo Suárez. Estoy seguro de que, presidiendo el funeral, se dio cuenta con meridiana claridad de que se quedaba más solo que nunca y que debía dejar ya la Corona en manos del hijo para que éste iniciara una nueva etapa. Era inútil seguir mirando al pasado. Viendo la afectación de su rostro, me acordé de aquella luminosa tarde de San Juan del año 1980 cuando en la recepción de palacio, por su onomástica, me tomó aparte y me pidió, con angustia, en presencia de mi mujer, que llevara al presidente Suárez, de su parte, el recado de que así no podía seguir. Lo interpreté, en aquellos tiempos políticamente tormentosos, como un ultimátum. Nunca olvidaré sus últimas palabras: «No hay que cambiar a Adolfo, pero Adolfo tiene que cambiar». Ahora, la muerte del primer presidente constitucional, después de tantos años viviendo sin existir, golpeaba el viejo corazón del Rey. Me confirman que fue así.

Me imagino que se nota que su abdicación me ha afectado. Ya se sabe. Algo se muere en el alma cuando, etc... Aunque el Rey no tenga amigos. Hoy me sentía incapaz de escribir aquí de otra cosa. Confieso que he experimentado una cierta orfandad y una fuerte solidaridad humana. Seguramente el Rey ha hecho lo que tenía que hacer. Conociéndolo de cerca y habiendo tenido con él algunas confidencias que me guardo, no tengo duda de que la trascendental decisión ha sido meditada hasta el último detalle. Ha creído que éste era su mejor servicio a España y a la Corona. Ésa ha sido, aunque muchos no se den cuenta, perdidos en la hojarasca y el chisme, la misión de su vida. Incluso ha querido reponerse antes para no abdicar con muletas. La dignidad ante todo. Ha querido dejar claro que no se va incapacitado. A pesar de sus fallos humanos –¿quién no los tiene?–, pone fin voluntariamente a su largo reinado un gran Rey.

(De mi blog El canto del cuco)